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¿Podemos seguir amando a la Selección Mexicana?

Después de la eliminación del Mundial de Rusia 2018 y de décadas de decepciones, ¿es posible seguir amando a la Selección Mexicana?

TXT Nicolás Ruiz
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Olvidamos para mejor recordar, creamos postales para dejar todo atrás y siempre regresamos a lo mismo: nos emocionamos con el proceso mundialista, nos emocionamos con la selección, seguimos a una generación de futbolistas, nos peleamos con un técnico, creamos polémicas innecesarias, discutimos, nos sentamos para sufrir, cada cuatro años, apenas cuatro míseros partidos.

¿Cuál es el sentido de este sufrimiento cíclico? ¿Si sabemos dónde va a pegar la chancla por qué no sabemos esquivarla? ¿Tenemos, acaso, una necesidad de martirio?

Por un lado, es cierto, el azote mexicano es real. Somos una nación profundamente atravesada por el catolicismo y en las procesiones se observan, todavía, dolorosos actos de constricción. Gente de rodillas que va a visitar a la Virgen, gente cargando figuras enormes de San Judas Tadeo, caminatas eternas por el bosque para llegar, arrastrados, a Chalma…

Pero no creo que nuestro sufrimiento pambolero sea una cuestión de religión y azote mocho. No creo que estemos expiando alguna culpa al ver fallar a la selección cada cuatro años, como si fuera una maldita manda.

No, lo que nos hizo comprender este mundial es que sufrimos porque creemos y olvidamos porque repetimos y olvidamos y volvemos a creer.

Tal vez nuestro martirio no sea por vocación católica de castigo, sino por algún tipo de locura infatuada. Nuestro castigo viene, tal vez, de la fe y no de la culpa.

Una frase mal atribuida a Albert Einstein reza, con pomposa sabiduría, que la definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Y sí, suena como algo angustiante, algo cercano al castigo de Sísifo que, por burlar a los dioses, terminó eternamente empujando una piedra hasta la cima de una montaña para verla rodar del otro lado.

Algunos dicen que Sísifo quería ser inmortal y que, con el castigo, consiguió su deseo. Y nosotros podemos entender eso con los mundiales.

La CONCACAF es la zona más sencilla para clasificar a la Copa del Mundo y, mientras equipos europeos de gran nivel se quedan marginados, mientras Argentina, Brasil, Colombia, Uruguay y Chile se oponen a los sueños de Ecuador, Paraguay y Perú, nosotros clasificamos caminando, al enfrentar a Trinidad y Tobago, Canadá y St Kitts. Nuestro lugar en el mundial está prácticamente asegurado y solamente hemos faltado a cinco justas mundialistas en la historia. Esto nos hace la quinta selección con más mundiales solamente detrás de Brasil (21), Alemania (19), Italia (18) y Argentina (17), todos campeones.

Y el precio que tenemos que pagar por estar siempre ahí, por ser inmortales en mundiales, es el de un castigo que parece repetirse eternamente.

En 1986, siendo la sede del Mundial, México logró algo único: pasar a los cuartos de final de la Copa. Esa fue la derrota más dolorosa de la selección en la historia, ahí empezó el miedo a los penales en esa tarde en Monterrey donde empatamos a ceros con la poderosa Alemania.

Desde entonces se instaló otra maldición: pasamos los tres partidos de la fase de grupos, justo lo suficiente para soñar con algo distinto, y nos atoramos en el cuarto.

Siete veces consecutivas, siete veces de soñar con lo mismo, veinticuatro años de ver la misma historia una y otra vez. Somos inmortales, legendarios y estamos hasta arriba de la historia mundialista por nuestra constante participación, por ser uno de los dos equipos que inauguró la primera Copa, por un uniforme chillante de un guardameta acapulqueño… Pero pagamos esta permanencia en la gloria empujando nuestra piedra, sufriendo por lo mismo mientras esperamos resultados diferentes.

Sufre, grita, llora, recupérate, olvida para recordar una postal lejana de ese penal que no era, del maldito Maxi, de los gringos, de la distracción de Osorio, borra, etiqueta, emociónate de nuevo, repite el rito, ilusiónate, desilusiónate, repite, repite, repite.

Somos uno de los equipos que más ha ido a mundiales pero también tenemos el dudoso honor de ser el equipo con más derrotas en esta justa. Hubo un momento en donde esas derrotas eran, incluso, algo normal: entre 1930 y 1950, teníamos también el récord de mayor número de partidos consecutivos perdidos con cuatro goles en contra o más.

Nuestra selección es incómoda, hasta cierto punto… y luego se convierte en sparring.

Sabemos a lo que nos enfrentamos y siempre nos volvemos a ilusionar. Porque nuestro castigo no es solamente el castigo de Sísifo, sino el castigo de un Sísifo alegre que olvida el desenlace trágico de su trabajo. Somos un Sísifo que sube chiflando y regresa llorando, que sube chiflando y regresa llorando, una y otra vez.

Cuatro años son demasiados años. Pasan tantas cosas en cuatro años, es tiempo que se escurre lento, que nos cambia. Y es el lapso exacto que necesitamos para olvidar las ilusiones rotas, para crear nuevos sueños; es el tiempo que nos toca para dejar de llorar y empezar a chiflar de nuevo. Sufrimos porque nos reponemos de las derrotas en cuatro años, porque pensamos que esta vez será distinto.

¿Y entonces? ¿Debemos abandonar nuestra hermosa creencia? ¿Debemos cambiar la forma en que nos sacrificamos, como aficionados, cada mundial? ¿Debemos dejar de ilusionarnos? ¿Bajar las manos antes de poder levantarlas?

De ninguna manera.

El Sísifo alegre es el Sísifo que se imaginó Camus, el Sísifo que representa al máximo héroe absurdo. Somos el Sísifo que enseña que la vida vale la pena, con todos sus sufrimientos, con todas sus miserias, con toda su espera y con todas sus derrotas; es el Sísifo que sabe que el juego importa en sí, más allá del resultado.

Somos el Sísifo alegre que cumple su destino, entre el péndulo del dolor y la gloria imaginada porque, finalmente, no hay pasión sin lucha.

El universo en el que está atrapado Sísifo, decía Camus, “no le parece estéril, ni fértil. Cada grano en la piedra que empuja, cada brillo mineral en esta montaña llena de noche crea, en sí mismo, un mundo. La lucha hacia la cima sirve para llenar el corazón del hombre. Hay que imaginar que Sísifo es feliz”.

Recuerda la sensación después de vencer a Francia en 2010, recuerda el gol de Borgetti contra Italia, recuerda al Matador contra Holanda, recuerda a Chucky contra Alemania, ve el brillo mineral de la montaña llena de noche y sonríe.

En nuestra histórica labor vamos a descender la montaña para volver a empujar una loza. Y en el conocido trayecto, podemos aprender algo de la tragedia absurda del juego, de la vida, del martirio cíclico al que nos sometemos y decir, como Sísifo, que tal vez, también podemos ser felices.

 

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