Ser protagonista de uno de los peores desastres naturales que ha ocurrido en Morelos no es nada fácil, menos cuando se desempeña el trabajo de reportero y peor aún cuando, además, tienes dos hijas y un embarazo de siete meses.
El 19 de septiembre del 2017 transitó normal por la mañana, dejé a Sofía, mi hija de 12 años, en la primaria y a Amaya, de dos, en la guardería, salí a buscar mi información y terminé prácticamente temprano de recabar notas.
Decidí recoger a la menor más temprano de lo habitual e hicimos una escala en casa para recoger mi cargador (lo había olvidado desde la mañana) antes de ir por Sofía, que salía a las 14:40 de la secundaria. M
Mientras, aprovecharía para adelantar la redacción de mi material y así ganar tiempo para seguir con las actividades vespertinas y descansar un poco.
Insisto, un embarazo de siete meses a mi edad no fue nada fácil.
Fue en ese inter cuando sentimos el temblor. La casa se cimbró y yo asustada cargué a mi hija, la abracé y salí al jardín, que es la zona más segura de mi vivienda.
Inmediatamente llamé a mi esposo y no respondía (se encontraba en ese momento en el tercer piso del estacionamiento de Las Plazas).
La vecina se desmayó, los teléfonos se saturaron y en tanto yo leía en el grupo de reporteros de La Unión como informaban de la caída de la Torre Latinoamericana, un hecho sin precedentes.
Me urgía salir de casa, saber que Domi (mi marido) y Sofía estaban bien. Afortunadamente el primero no tardó en llegar, me contó rápidamente como sintió que ahí se le iba la vida viendo a la gente correr despavorida ante el acontecimiento. Salimos de casa inmediatamente, recogimos a Sofía y vino la pregunta: ¿Qué hacemos?, inmediatamente le dije: ¡pues debemos dar testimonio!
Justo circulábamos en la esquina de Morelos y Cuauhtemotzin cuando me baje del auto. Acordamos que Domi llevaría a mis hijas con los abuelos y nosotros seguiríamos con nuestras actividades.
Caminé a partir de la casa de La Chica (en la esquina de la avenida Morelos con Bartolomé de Las Casas) hacia el norte; las personas aún corrían, otras gritaban y unas más se protegían.
Nunca pensé que eso ocurriría en Cuernavaca… edificios tan emblemáticos como el museo de la Ciudad, la catedral, la parroquia de Guadalupe, destrozados.
Conforme más caminaba más angustia se vivía, Mi intención era llegar a la Torre Latino y llegué para ver a los cuerpos emergencia, el acordonamiento y a decenas de personas, algunas de las cuales curioseaban y otras más, solidarias, ayudaban a retirar escombros.
Un fuerte olor a gas se percibía en la zona, yo grababa con el teléfono todo lo que podía. No podía enviar información ante las fallas de la red de internet, sin embargo debía tener esas imágenes.
Me acercaba sin temor hasta que me topé con mi compañero Máximo Cerdio, quien me pidió que me alejara, me dijo que había riesgo de explosión ante la fuerte fuga de gas, que no había podido ser atendida.
Conforme pasaban los minutos más reporteros llegaban y todos me corrían y me decían: “¡No puedes estar aquí, es muy peligroso!” y yo me negaba a irme, me ganaba mi instinto reporteril; sin embargo tenían razón ¿en qué ayudaba yo con una panza enorme? Decidí retirarme, buscar información de mis fuentes desde un lugar seguro y así seguir dando seguimiento de lo ocurrido.
El desastre no sólo destrozó edificios, destrozó a cientos de familias, trastocó nuestras vidas y dejó huella.
A un año del sismo, les comentó que nació mi hijo, se llama Efrén y tiene 10 meses de edad, vivió el temblor en mi vientre; Sofía y Amaya siguieron su vida normal, aunque la más pequeñas aún padece las consecuencias del susto del temblor, mientras Domi sigue acordándose que pudo quedar aplastado en el tercer piso del estacionamiento del edificio Las Plazas. Pero lo vivido por nosotros fue nada, considerando qué hay quienes perdieron a sus familiares, lo cual es un daño irreparable y que a un año de lo ocurrido hay cientos de familias que no recuperan su hogar, que se quedaron esperando ayuda y que no han podido recuperar la tranquilidad.