Sociedad
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Casi dos meses sin poder llorar


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Estuve más de un mes y medio con las ganas de llorar, pero no podía hacerlo. Simplemente no había tiempo para el llanto.

Todo comenzó poco antes de las 13:00 horas, parecía un día tranquilo en los que la jornada laboral podría terminar pronto.

Con esa idea conducía mi vehículo muy cerca de Las Palmas cuando hice un alto para pagar el servicio telefónico.

Justo me detuve cuando inició la vorágine: todo comenzó a moverse, ante mí un poste se mecía como mástil de barco, reventaron cables de luz y alcancé a quitarme del sitio donde cayeron las marañas de acero.

Sí, está temblando, tranquila, estaciona en la otra acera. Bajé el pie con la certeza de que el movimiento cesaría, pero no fue así, la sensación del tiempo se pierde, pareció eterno.

En la transitada avenida Galeana todo se detuvo, los vehículos, la gente que salió de oficinas cercanas, de restaurantes, las rutas.

Algunos maestros de escuelas salieron a la calle y miraban hacia todas partes. Se habían realizado simulacros para conmemorar el temblor ocurrido la misma fecha 32 años antes y en ese momento no sabían si era real.

De inmediato comencé a recibir notificaciones de mensajes que confirmaban el sismo de 7.1 grados Richter, registrado a las 13:14:40 horas con epicentro en Axochiapan. De inmediato mandé el primer avance a la redacción con los datos técnicos preliminares del Sismológico Nacional.

Pensé en mi hija. Se habría asustado en una escuela nueva, con maestras y compañeros que acaba de conocer. No hay tiempo. Comencé con la imparable sucesión de llamadas telefónicas y mensajes que se cruzaban con los de familiares que preguntaban lo que ahora es frase común: “¿están todos bien?”.

Caminé al colegio donde estudia mi hija. No abrían la reja, pero uno de los maestros que conozco se asomó y me dijo que todos estaban bien, muy asustados, pero sin daños; todavía se encontraban en el patio, en el punto de reunión (como lo habían practicado en el simulacro esa misma mañana).

Recuerdo bien, eran las 13:23 horas. Una de mis hermanas logró comunicarse conmigo para decirme que cuando le fuera posible, ella iría a la escuela por la niña para ver cómo estaba.

Subí a mi coche y avancé por la avenida Morelos, había mucho tráfico, busqué dónde estacionar y comencé a caminar hacia el palacio de gobierno en busca de más información. Los coches y “las rutas” circulaban en sentido contrario, buscaban huir de la dirección hacia la que yo corría.

En la medida en la que yo me acercaba al centro de Cuernavaca, había más descontrol, la gente trotaba en todas direcciones, trataban de llamar por teléfono, otros cerraban las puertas de sus negocios, otros más señalaban con el dedo hacia la fachada de la iglesia de Guadalupe, de la que caían fragmentos.

Llegué hasta el Palacio de Cortés a contracorriente de la gente que buscaba transporte. El torreón de la que fue casa del conquistador español, quebrado, el reloj “colgado”.

De nuevo se pierde la noción del tiempo, que ahí quedó detenido con la hora de la sacudida que marcó la historia del estado.

En la sede del Poder Ejecutivo los trabajadores salían casi en tropel, no había a la vista funcionario alguno. La información seguía fluyendo por mensajería, yo tratando de evitar caerme por no mirar el camino, pues seguía mandando reportes a la redacción sin parar, sobre lo que me constó, porque lo vi y no lo habría creído “a la primera”, si no hubiera sido así.

El primer síntoma de que las autoridades fueron rebasadas por la situación y que constaté fue el gesto de la directora de los Servicios de Salud en el patio de las oficinas ubicadas en el callejón Borda. Rodeada de una decena de colaboradores, que no sabían qué pasaba en hospitales y en los centros de salud, tratando de llamar por celular, de anotar datos y cifras. Preguntaban a su interlocutor “¿estás seguro?”. En breve entrevista sólo pudo reportarme que habían desalojado hospitales y centros de salud, que las líneas de urgencias estaban saturadas. No podían comunicarse al hospital de Jojutla.

En resumen, no tenían idea de que también el sistema de salud colapsó durante algunas horas esa tarde. No conocían de los daños en los nosocomios más grandes del estado (del ISSSTE y del IMSS), ni imaginaban que pacientes, médicos, enfermeras y demás personal, pasarían una larga temporada en los lugares donde evacuaron, en estacionamientos, o a media calle, porque no pudieron volver a los edificios hasta varios días o semanas después, hasta que éstos fueron sometidos a dictámenes y fueron reparados.

“La torre Latino cayó”, decía un mensaje de mi compañera fotógrafa.

- ¿La de la Ciudad de México?

- No, la de aquí. Y es que nadie imaginó vivir algo así en la “ciudad de la eterna primavera”, en “la tierra de Zapata”. “Aquí no es como en la Ciudad de México”, pensaban todos y nadie sabía qué hacer.

El aviso de lo ocurrido y el sonido de las ambulancias me condujo a la Torre Latinoamericana. Suele suceder que los periodistas corremos hacia el punto del que la mayoría huye.

Dos cuadras antes estaba “el acordonamiento”, con cintas amarillas que nadie respetó. Por fin encontré a más compañeros y compañeras periodistas, una de ellas embarazada (seguramente llevada por el instinto de la información hasta ese sitio).

De nueva cuenta las autoridades estaban saturadas, sin capacitación para un hecho de esa magnitud. Muchas manos se tornan estorbo cuando no hay guía ni comunicación. Querían ayudar, pero no daban paso a más ambulancias. Olía a gas, bajaban a una persona desde una de las ventanas del edificio que, como supimos después, se colapsó parcialmente.

La duda sobre el sentido de permanecer en el lugar me asalta cuando veo mensajes de la familia angustiada, ya que algunos de los sobrinos que estudian en la Ciudad de México no habían sido localizados. Otros mensajes buscando a mi hija y a su tía que iría a la escuela, “con una sola palomita, sin entregar”. Otro mensaje más que indica que hubo daños en oficinas y viviendas cercanas a mi casa (construida en la década de los cincuentas). De nuevo, no hay tiempo. 

Otra vez gritos: “ya van a mover la losa para sacar a los que quedaron atrapados en la ruta” -en ese momento había esperanza de rescatarlos con vida-, entre empujones de policías y desconocidos que se hacían llamar “voluntarios”, nos acercamos para tomar videos y fotos, documentar lo ocurrido, informar.

Los envíos de información, en la era de la inmediatez de las redes sociales, no paran, hay que seguir enviando datos. Sólo se detienen por momentos, en los que los segundos te parecen horas y vives como en agonía porque se va la señal de internet o del teléfono. La imagen del video enviado “se congela”, se detiene la transmisión. El celular se vuelve tu peor enemigo, el objetivo de toda clase de maldiciones, hasta que vuelve a funcionar.

Duró varias horas la cobertura en la Torre. Algunos propietarios nos pedían a los periodistas no movernos del lugar para que documentáramos posibles saqueos, y darles voz en sus llamados de auxilio para que les dejaran rescatar sus documentos y algunos bienes.

Por otro lado, toca hacer frente o esquivar a elementos de policía que corrían a periodistas con singular dureza, hasta con manoteos en la cámara. Pedían que nos retiráramos del lugar por “el riesgo”, sin importar que habían cientos de curiosos en el mismo sitio, cuya integridad no parecía preocuparles en lo más mínimo.

Como en cientos de construcciones que cayeron ese día en la Ciudad de México o en otros estados, la solidaridad de mujeres y hombres fue evidente, la organización civil se impuso ante las limitaciones de equipo y personal de bomberos y otros cuerpos de rescate.

Doy fe, es real que muchas personas, que son oficinistas, limpiaparabrisas, taxistas, comerciantes que iban a su casa, decidieron quedarse y arriesgarse para ayudar.

La tristeza aflora cuando se observa la camilla del Servicio Médico Forense sacar el cuerpos de una de las tres personas que murieron en ese lugar, se extiende en el ambiente; los esfuerzos de muchas personas apuntalando la losa que cayó encima de la unidad de transporte parecían en vano.

Los reportes de la zona sur comenzaron a llegar: “Jojutla está destruido, se cayó el palacio municipal”, y como ése, seguían los reportes de puentes cuarteados, viviendas desechas, escuelas dañadas, la autopista del Sol interrumpida por el derrumbe de un puente, conventos e iglesias destruidos.

La adrenalina te provoca el deseo de acudir a esa zona cuanto antes, pero la orden de tu jefe de información, que puede ser tan firme como en la milicia, es que tú te quedas ese día y haces cobertura en esta zona.

 

El reto mayor

El reto mayor resulta distinguir noticias falsas de la información cierta y aplicar el rigor periodístico. La tarea se complica cuando las autoridades, por razones en ese momento desconocidas (que podrían ir desde la concentración en atender el problema, a la negación o hasta la ineptitud) no aportan datos oficiales.

También llegaban imágenes del desastre en la Ciudad de México –donde aún no aparecían los sobrinos y vive una parte de la familia- pero no aparecían mensajes de respuesta sobre dónde estaba y cómo estaba mi hija. Paradójicamente, sí llegaban mensajes desde España de personas cercanas que, enteradas del suceso, preguntaban cómo nos encontrábamos.

“Hay que moverse” es la frase coloquial entre reporteros y reporteras para ir a otro lugar donde hay noticia. El tiempo sí alcanzó para regresar caminando hasta donde dejé mi auto y trasladarme a la colonia Alta Vista, y otras avenidas donde se reportaron daños en viviendas.

En el trayecto vimos que las farmacias, los supermercados, las tiendas, en fin, todos los locales ya habían cerrado. Recuerdas que no has comido, recapacitas que debes buscar algo qué comer porque no sabes cuándo tendrás tiempo y quizá para entonces, ya no haya nada.

Nunca falta el alma buena que entiende tu trabajo, o las amistades, y agradeces como nunca el manjar que significa un sándwich hecho en la casa de la vecina de los damnificados que vieron cómo los edificios donde vivieron por más de 20 años se resquebrajaron. Sí da tiempo para darle un aventón a otra reportera que salió corriendo sin bolsa, sin dinero, sin nada más que su teléfono y su pila adicional.

En la barranca El Tecolote, un derrumbe provocado por el temblor destruyó algunas viviendas, había que bajar por terracería donde antes había escalerilla. Rocas y tierra cayeron en el techo de la casa. Sentado a un costado un hombre cuya edad no se adivinaba, cubierto de polvo, debilitado, buscaba a su esposa.

No podía moverse bien, pedía ayuda. Traté de quitar piedras y no sabía si sacar video o seguir intentando quitar escombro junto a muchas personas que estaban en la misma faena. Decidí lo segundo, aunque admito que mi capacidad física no hacía mucha diferencia y la mayoría aseguraba que ya no había nadie en lo que fue su casa.

Es común que los profesores en la universidad te hablen del dilema que se presenta a periodistas entre ayudar o seguir documentando, entre ir por tu familia y seguir en tu labor. El 19 de septiembre del 2017 para mí fue uno de esos días.

La llamada desde el número de mi jefe de información me llevó una vez más a la decisión de que “hay que moverse”, era necesario que fuera a la Redacción. La mayor parte del territorio del estado enfrentó la suspensión de energía eléctrica y otros servicios como agua potable.  “Se caía el internet” y había una edición del periódico que sacar adelante.

En el trayecto a las instalaciones del periódico comenzó el nudo, ése que duró casi dos meses, el que subía a la garganta cada que acudíamos a diferentes comunidades, entrábamos (junto con más colegas) a las viviendas que estaban por caer, cuando la gente que lo perdió todo daba testimonio del desastre, de la tragedia. Cuando debes estar ahí, como hierro forjado con el fogueo, sin perder el lado humano, para conservar la capacidad de asombro para comunicar sus historias, para informar.

Cansada llegué esa noche a la redacción. El jefe de información me dio la orden de redactar la nota de todo el día, con los datos generados hasta el momento.

Me sentí abrumada, me preguntaba cómo plasmar lo sucedido, pues ni siquiera había un reporte confiable o al menos oficial de cuántas personas habían muerto. Se desconocía que en Morelos al menos 74 personas perdieron la vida por el temblor, y sólo el área de Protección Civil federal daba un conteo preliminar de 45 decesos.

Literalmente, le pedí al jefe que me “regañara”, que me ubicara, pues evidentemente llegué “muy acelerada” como para sentarme a redactar frente a la temida “hoja en blanco”, sin saber qué había pasado con mi familia (además, con la sensación de culpa por no quedarme a mover más piedras).

Me dijo con su particular exhalación cuando toma paciencia y su estilo directo (palabras más, palabras menos): “como tú sabes, toda mi familia es de Jojutla, ahí vive mi mamá, mis amigos, mis vecinos y no hay comunicación. No sé nada de cómo están, no sé si hay muertos, no sé lo que encontraré cuando por fin pueda ir, ha sido muy pesado para todos”.

“Entiendo y casi me pasa lo mismo, uno quisiera salir corriendo para ir a ayudar, a ver qué está pasando, pero somos periodistas y esto es lo que hace un periodista. De esta forma es como colaboramos, informar es nuestro trabajo. Así que tómate unos minutos, pero comienza ya la nota”, y me señaló la computadora y me acercó la silla. Luego siguió con su rápido subir y bajar en las oficinas.

Eso sí, el jefe accedió a calmar mi histeria generada por las temidas réplicas que podrían suceder: abrió el candado de la puerta de emergencia del área de información.

En la redacción también permanecieron los compañeros editores Esdras, Jorge y Arturo. Con el característico humor negro de muchos periodistas, me apoyaron como equipo, para confirmar datos y retomar en lo general la información de otros reporteros de la misma casa editorial.

Finalmente logré hablar con mi hija de 11 años y con las tías que salieron al quite para ir por ella y cuidarla durante la siguiente semana, pues la información no acaba.

Las jornadas para las y los compañeros reporteros fueron de tiempo completo, sin tregua ni para procesar el susto. La del 19 de septiembre nunca terminó, la madrugada del 20, el propio gobernador Graco Ramírez, contestó uno de mis mensajes desesperados de Twitter para confirmar oficialmente que no habría clases en Morelos, como en el resto de los estados golpeados por el sismo, hasta nuevo aviso.

 

 

 

 

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Tlaulli Preciado

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