Sociedad
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Los otros migrantes


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Chicago, Illinois.- Los sobrecargos de vuelo 686 de AeroMéxico se portaron muy bien con el grupo de los 30 adultos mayores, que salió a tiempo de la terminal aérea internacional Benito Juárez de la Ciudad de México el 2 de diciembre. Fue de ellos (dos mujeres altas, guapas, y un hombre) la idea de tomarse fotografías con los morelenses, mientras los pasajeros de adelante bajaban su equipaje y avanzaban hacia la salida del aeropuerto internacional O’Hare.

Todos, de 60 años en adelante, habían hecho su primer viaje en avión y momentos después del despegue el miedo mandó a varios al sanitario de la nave, en donde hicieron cola como a niños frente a una dulcería; a otros los hizo demandantes: “¡Me siento mareada, necesito mis pastillas; pásenme agua!”

“¡A ver mis niñas! Fórmense aquí y van a pasar una por una. Apriete ese botón azul, para el agua. No se desesperen”, ordenaba el sobrecargo (alto, blanco, como de 35 años) y los ancianos morelenses obedecían.

Habían llegado sanos y salvos: el avión no se había derrumbado ni se habían incendiado, ni se habían hechos polvo, como lo habían visto en las películas.

Faltando algunos minutos para las cuatro de la tarde el grupo ya estaba seguro arriba del autobús que los llevaría en un salón ubicado en 6010 West Grand Avenue: la Ciudad de los Vientos los recibía con una temperatura de cuatro grados Celsius.

Desde la cuatro y media de la madrugada no habían comido, en el avión les dieron una pequeñísima porción de huevos con ejotes y frijoles; Miriam, la directora de la Federación de Migrantes Morelenses, había incautado botellas de agua, frascos y algunos tamales de pescado que los pasajeros insistieron en subir a la aeronave.

Contando las edades de los 30 adultos se sobrepasaba los mil 800 años. Había dos o tres octogenarias y algunas de 70 años, a quienes el sobrecargo les decía “mis niñas”.

Entre el contingente estaba Ignacia Díaz Santos, con más de 40 años de no ver a su hijo Natanael; también Bertha Julia Torres Tovar, quien no abrazaba a su hija desde hacía más de 23 años.

Media hora después de que el grupo llegara al aeropuerto, ya estaba formado detrás de una puerta en un lugar alquilado para el reencuentro. Dentro del salón, se escuchaba música y bulla de los familiares que esperaban emocionados la llegada de sus parientes; había nietos, bisnietos, nueras, “nueros”, ascendientes que no se conocían sino en fotografías o en videos.

A las 16:50 se abrieron las puertas y entró Enriqueta Alonso Torres: sus familiares la recibieron con abrazos y flores después de, dice, años de no verlos. Lloraron abrazados y, juntos, se fueron a sentar a una mesita. Luego siguieron los demás hasta completar 30 personas y 30 familias que se habían unido.

Ignacia Díaz Santos, la mujer que no veía a su hijo Natanael hacía más de cuatro décadas, fue recibida por una multitud: varios nietos de más de 20 años, bisnietos y nueras. Natanael parecía un poco alcoholizado y daba órdenes, tenía acaparada a su mamá que lloraba en sus brazos.

Dos comparsas de chinelos danzaron sones y mucha gente se unió al brinco multitudinario.

Fabiola Ortiz Torres andaba de allá para acá, presentando muy orgullosa a su madre Bertha Julia Torres Ortiz:

“Tenía apenas 14, era una niña, cuando se vino a Estados Unidos. Yo nunca quise que me mandara dinero para que yo viniera a verla, no porque no la quiera, sino porque es mucho dinero y prefería que ese dinero lo usaran ellos acá. Dios sabe que todos los días pedía por mi hija y que todos los días sentía la necesidad de abrazarla, hasta ahora que la puedo abrazar. Pensé que me iba a morir sin verla”, dijo la mujer de 74 años.

Estos treinta adultos mayores y treinta y uno más que viajarían desde Morelos hasta Chicago el 8 de diciembre regresarían la segunda semana de enero de 2019, todos cumplirían un sueño: ver a sus hijos, abrazarlos y convivir con sus nietos que no conocían.

Afuera, Chicago oscurecía y el frío recluía a los habitantes en sus casas. Montones de nieve sucia permanecían como fantasmas ebrios en los estacionamientos de los negocios.

El día 3 de diciembre, los ancianos que despertaron con la luz, seguramente observaron por primera vez en su vida las finísimas hojuelas de nieve sobre la Ciudad de los Vientos.

En el patio de la casa de uno de los migrantes, el temporal había dejado seca una mata de rosas y las ramas exhibían sus flores como puños disecados o corazones de cadáveres sin sangre.

Los pájaros que autografiaban el aire se reunieron debajo del techo de una cochera donde había un depósito de agua para un perro imaginado. Ahí, paso a paso, fueron sumando su calorcito hasta volverse un grupo; se comunicaban cosas que sólo importan a los pájaros. Habían encontrado el modo de enfrentar el frío, de cerrar el paso a la soledad y de vencer al tiempo.

 

 

 

 

 

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Máximo Cerdio

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