Para don Alberto, un paseo en el zócalo de Cuernavaca tiene significados muy distintos a los de la pareja que enfrente de él se besa compulsivamente, sin importar el sol pleno en su rostro ni los muchos transeúntes que atestiguan el idilio carnal; se besan como si el mundo mañana se acabara, como si un proyectil perdido los quisiera hacer parte de su historia al dar vuelta en cualquier esquina o sentados en la banca de un parque.
Don Alberto, a diferencia de los jóvenes amantes, solo busca asideros en su vida larga, la avidez de las palomas que van hasta él para que las alimente, una ternura transparente en los ojos del niño que va de la mano de su madre, un poco de sol para sus huesos y, si no es mucho pedir, el milagro de un diálogo con alguien que se siente junto a él, unas palabras luz que lo hagan sentirse vivo, escuchado.
Dos horas más y emprenderá el camino hacia su casa, donde lo esperará una sopa caliente preparada por su hija, ángel único en el cielo azul pálido de su ancianidad.
La mañana no es la misma para los chicos de la banca de enfrente, que ahora han hecho una tregua en su romance de labios y manos. Para ellos solo existen las sensaciones que los arropan, la verdad amorosa que han inventado, frágil, volátil e impertinente. Tal vez hoy escaparon de la escuela para huir del discurso aburrido de algún profesor que equivocó su profesión, o simplemente no fueron, cambiaron el aula por el amplio mundo que pueden vislumbrar cuando están juntos. Qué mejor que venir a compartirse aquí donde todo y todos confluyen: los comerciantes, los desempleados, algunos otros que se piensan enamorados, las artesanas indígenas que pintan la ciudad de colores, los que protestan por algo frente al palacio de gobierno, los que no tienen mejor lugar para ir y la soledad los mata; también los ladrones que buscan presas aquí donde abundan y la gente bien, la selecta, la que se ubica en otro escaño y tiene la posibilidad de tomar café o cerveza en La Parroquia o Los Portales.
Seguramente escogen este lugar porque les gustan los pájaros y los elotes hervidos, o porque no tienen para pagar el hotel; tal vez suceda que la chica no esté lista para dar “ese paso” y el calor todavía no es intenso en su cuerpo. Puede ser que simplemente pasaban por aquí, como el señor que lee el periódico a unos cuentos metros, en estoica espera de que su mujer realice la compra de unas zapatillas en la calle Guerrero; o como aquella dama de falda corta que a través del celular discute en voz alta con su novio, amante u lo que sea, sin preocuparse demasiado de que uno de los boleadores de zapatos se divierta de lo lindo con su pleito; o como don Alberto, que los mira de vez en tanto, da de comer a las palomas y tiene el don de hablar con ellas.
Pasaban por aquí y decidieron tomarse una malteada en una juguería del quiosco y luego sentarse en una banca providencialmente libre. Ahora que dejaron de besarse se percatan de la mirada dulce del anciano que los mira y sonríe; la chica se apena, sin saber que para él esas mocedades de la carne son pedacitos de ternura que iluminan sus pequeñas alegrías.
De pronto todo cambia. El aire y la luz intensa de la mañana son atravesados por el estruendo de las balas. El día se parte en dos: en su primera mitad quedan atrapados la paz del anciano, la ilusión de los besadores, la discusión de la mujer de falda corta, la impaciencia del hombre que espera a la compradora de zapatos y todas las demás peripecias vitales que se aglutinan alrededor del quiosco. En la segunda corre el terror como agua embravecida, los instantes se estancan en la sorpresa de docenas de rostros que gesticulan la misma angustia. El miedo instala su comunidad indeseada, mientras varios cuerpos caen abatidos en la calle, algunos agonizantes. Muy pronto toma rostro el pavor: es un joven delgado con una nueve milímetros en la mano. Cada quien busca su refugio, sin saber cuál será la dirección de las siguientes balas. El muchacho cubre con su cuerpo a su chica mientras van hacia el puesto de periódicos cercano; los besos ya no importan.
Don Alberto sabe que no llegará muy lejos, por lo que se agacha y luego se tiende en el suelo donde estaban las palomas, que han volado; reza para que su corazón resista el pánico.
La mujer que discutía por teléfono corre rumbo al quiosco. El hombre que esperaba también se tira al suelo y el bolero divertido logra esconderse sentado detrás de un árbol.
Pocos segundos después todo es confusión y gritos. Una buena cantidad de reporteros que cubrían una protesta de comerciantes toman fotos y videos que en breve comenzarán a circular por las redes. El asesino es atrapado no muy lejos de ahí y el aire queda lleno de emanaciones de rabia, impotencia, tristeza. El suelo está lleno de sangre y el padrenuestro que reza una mujer mayor queda trunco en el “danos el pan de cada día”, porque un acceso de llanto no le permite terminarlo al acercarse a donde un hombre agoniza.
El tiempo detenido reinicia su marcha. Entre sonidos de ambulancia, patrullas policiacas, reporteros, camarógrafos y curiosos, la vida debe continuar y el miedo ser guardado. Sin embargo, nada será igual.
Don Alberto piensa que a su ciudad le han dado donde más le duele, que ni una banca del zócalo es garantía de vida. Lo siente por las palomas, porque sabe que su hija no lo dejará venir a alimentarlas, al menos por un tiempo. Mientras los besadores miran cómo los paramédicos levantan al hombre que aparentemente ha fallecido, ignorantes de si es una persona de importancia o de por qué merecería la muerte a balazos, se preguntan si habrá en su ciudad un lugar seguro para prodigarse besos.
Compungidos, caminan rumbo a la parada del camión. El hombre que esperaba a su esposa fue a buscarla a las zapaterías; la emoción lo impele a encontrarla pronto y decirle que la ama tanto como ella a los zapatos. La de la falda corta ha dejado de discutir por teléfono y ahora se le oye decir algo así como: “Mi amor, ven pronto que esto ha sido horrible”. Y el bolero está convencido de que en lo que resta del día tendrá pocos clientes, o tal vez ninguno; afligido, le dice a un compañero de oficio: “No mames, ca…, pues qué hizo mi Cuernavaquita para merecer esto”.