Un hombre se mira en el espejo después de darse un baño. Intenta una sonrisa y obtiene la ironía de una mueca. Acaricia su barba entrecana de dos días, sus mejillas barbechadas por el tiempo y alisa sus cejas que crecen como si los años las fertilizaran. Busca en su mirada el brillo de dos décadas atrás; no lo encuentra. Suspira e intenta encontrar al que aparece retratado en su credencial de elector obtenida hace nueve años. Ni siquiera ese aparece; apenas unos destellos. Resignado, acepta al que ve: con ligera papada, líneas en la frente y sienes en blanco y negro. Sin embargo, debe quedar alguna luz en su mirada y alguna verdad amable en su sonrisa, piensa. Se dispone a encontrarlas. Toma la crema de afeitar y el rastrillo, activa en el móvil la música de saxofón con la que a diario acompaña su soledad y tararea en busca de ánimo. Después escoge una camisa de colores vivos para enfrentar la tarde nublada que suele pinchar su temperamento melancólico. Abandona el espejo, el departamento y la música suave. Las calles de Cuernavaca son frescas y lo invitan a caminarlas. Va por ellas hacia una cita consigo mismo, porque hoy no existe alguien que lo espere; desde hace mucho él tampoco espera a nadie. Con su libro de cuentos europeos de Doris Lessing bajo el brazo llega al café de costumbre y se dispone a dialogar con la escritora, en silencio, como suelen ser las pláticas profundas. El aroma del café intenso lo enerva mientras su imaginación viaja por algún lugar de Europa. Todo parece sobriamente adecuado en este momento, sin la necesidad de complacer a alguien más y correr el riesgo de llegar a inconformarse con ese otro u otra que podría estar sentado en su mesa, de discutir inútilmente sobre política, religión o los tristes acontecimientos del día; o el riesgo de justificar, si la que estuviera ahí fuera su expareja, por qué no quiere tener un perro pulgoso que le quite su paz o por qué no desea ir a la comida de los insoportables vecinos Pérez Callado con su música insufrible. No sabe que la tarde le tiene deparado un giro en su rutina. Desde la mesa lejana de un rincón del café, una chica que debe tener poco más de treinta años pero muchos menos en sus ojos sanguíneos, lo mira con insistencia. Se percata de ello y recibe su saludo sonriente. La ve venir hacia él y en unos segundos ella lo abraza con una emoción auténtica por encontrarlo. Un tanto contrariado y estimulado por la llegada de su ex alumna, a la que ahora reconoce plenamente, abandona a Lessing y recibe la andanada de emociones, colores, calores y trinos que salen por la boca de la mujer cascada que tiene frente a él, a la que vio por última vez enfundada en ese uniforme de cuadros que escondía al portento de luz y sinuosidades que ahora tenía enfrente. En treinta minutos de intercambio, el río plácido que creía ser se convierte en un caudaloso torrente que rebasa las orillas de su piel y las de sus pequeñas verdades inventadas. Si tuviera un espejo para verse, descubriría que en sus ojos explota una súper nova. Ella lo ve tal como un ciego miraría nacer el alba por primera vez: arrobada. Le habla de secretos que guardó en su pupitre hace tanto tiempo, de que lleva impregnada en sus oídos la voz subyugante de su maestro. Antes de irse se asegura de tener el teléfono de su querido mentor de años atrás y le planta un beso cuya humedad se queda en las comisuras de la boca del hombre, quien sucumbe por enésima vez a un delirio que creía lejano y tal vez innecesario. El paseo por Europa con Doris Lessing llevándolo de la mano no importa más por esta tarde. ¿Acaso el magnífico aroma del café puede compararse con la alegría repentina que lo agita? Cierra los ojos y reza porque la humedad del beso junto a su boca no se evapore durante el resto del día.
Un hombre joven con ámbar ardiendo en la mirada se mira al espejo. El rasurador se desliza alegre por sus mejillas. Se le ve orgulloso de lo que le devuelve el cristal, de esos músculos firmes que aprieta su camisa azul y de su mata de cabello fuerte y brillante. De su móvil nace una música alegre, de ritmo ágil; notas para una tarde de viernes que no anuncia chaparrón. La loción de aroma oceánico revitaliza sus mejillas nuevas y los receptores de su nariz, la que está a punto de salir a las calles en busca de intensidades olfatorias. Minutos después, por las escaleras baja la certeza, el arrojo, la fe bien puesta en pasos firmes que tienen claro a donde se dirigen. Hay un lugar pletórico de juventud que lo espera. Ahí se verá con su dama, entre amigos, risas y brindis de cerveza preparada de modos tan extraños como solo sucede en Cuernavaca. Al llegar incendia la mesa donde departen sus camaradas, entre quienes se encuentra ella, que lo recibe con un beso un tanto evasivo, casi gélido. Él piensa que debe ser el calor, o la llegada de esos días rojos que ponen indispuestas a muchas mujeres. Sin embargo, no es así. Al poco rato la chica le pide retirarse a una mesa solitaria, hay algo importante que tratar. Inquieto, la lleva de la mano. Con la complicidad de una cerveza oscura, él, y un coctel margarita, ella, se dispone a escucharla, después de decirle cuánto deseaba verla y lo contrariado que se siente en este momento por su actitud. A tientas primero, y luego con una convicción que a él lo paraliza, la mujer, que no es poeta ni amante de los libros ni sensible para hacer brotar de su boca alguna metáfora que suavice la noticia de su inesperada decisión, le comunica que lo mejor es no seguirse viendo, al menos por un tiempo, porque ella tiene dudas desde que hace tres días él le propuso matrimonio, pero sobre todo, porque lo más probable es que deba salir del país, debido a una orden de aprehensión que este día se giró en contra de su madre, su abuela y un tío muy poderoso a quienes se les imputan delitos federales de los que ella sabe menos que nada, pues ha vivido en una burbuja perfecta en la que todo es lindo y está al alcance de su mano, y por eso entiende poco del mundo y no quiere entender siquiera qué significa la ficha roja de Interpol con la que cuentan sus familiares buscados por la justicia. Él quiso decir algo, pelear con argumentos que no tenía, sorprendido por la revelación de la joven y por la noticia. Ella se dirigió hacia la salida del lugar sin que los encantos de su cuerpo ondularan e hicieran vaivén del modo acostumbrado. Confundido, experimentó la sensación de que la primavera terminaba antes de tiempo y sin anuncio previo. Frente a él, su cerveza le pareció la más triste del mundo; los últimos tragos le supieron amargos. Salió a la calle sin despedirse de nadie. El ámbar ya no ardía en sus ojos.
Dos hombres en encuentran en la calle Comonfort, frente al famoso mercadito del mismo nombre. El tipo maduro lleva el mes de abril en sus pasos, y en el joven se ven caer hojas de otoño en su mirada. El primero va intentando apaciguar los relinchos del corcel que recién le nació adentro; el otro, potro herido, quiere sacudirse el cielo oscuro que lo cubrió completo. Al verse, se apresuran a darse un abrazo, uno para compartir su alegría con ese hijo suyo que lo frecuenta poco; el joven, para darse consuelo en los brazos siempre nobles de su padre. Se separan y cada uno habla con lo que es en ese momento. ¿Cómo está tu madre?, le pregunta, ¿aún sigue buscando la elevación espiritual con esas amigas místicas que tanto me jodían el ánimo? El joven se sorprende al escuchar esa ironía tan característica de su padre y síntoma de buena salud emocional. Se encuentra bien, papá, supongo que extrañándote a pesar de todo, le contesta tratando de ocultar su pesadumbre. Intercambian un diálogo amoroso unos minutos más, cada uno intentando encubrir las emociones disímiles que los embargan. El muchacho es quien sugiere la despedida, después de acordar reunirse pronto para hacer algo juntos. El hombre maduro dirige sus pasos hacia la cercana catedral de la Asunción de María. Cuando le da por ser feliz o a la vida se le ocurre hacerlo feliz, le gusta visitar los templos viejos; las bóvedas añosas tienen la facultad de conciliar blandamente su ateísmo con el olor a santidad que se respira en ellas. El hombre joven, que lleva herrumbres en su pecho de orgullosos pectorales, se conduce hacia casa de su madre; experimenta gran necesidad de que ella lo abrace como cuando era niño y lo asustaban los relámpagos de las tormentas.
Mientras tanto, en la bulliciosa calle Comonfort se siguen tejiendo y cruzando tantas otras historias que anhelan su tinta para contarse, aunque sus personajes sean comunes, no se apelliden Lozoya y no cuenten con una ficha roja de Interpol.