Hacia el año 2000 viajaba más de una hora de mi casa a la universidad (UAEM), donde estudiaba de 8 a 13 horas. Al principio, como era desvelado, me trepaba al camión que pasaba en la esquina de mi casa (ahí iniciaba su recorrido) y me quedaba dormido. Como buen viajante urbano, mi sentido de orientación me indicaba por dónde iba, aunque no era tan riesgoso, pues la ruta 13 terminaba en la universidad.
Llegaba a clases descansado, fresco y bostezando. Luego de las clases iba a la biblioteca a leer y a hacer tarea. Luego al trabajo en un supermercado y volvía a casa. Era cansado, pero efectivo.
Un día me quedé con las ganas de leer un libro de la biblioteca o que me prestaron y me lo llevé a casa. Por la mañana, en vez de dormir en el bus, me puse a leerlo. Creo que se trataba de la novela Naná de Emile Zolá, o de Atala de Rene de Chateaubriand. A pesar de los saltos y frenones del autobús pude leer bastante.
Le ganaba tiempo al tiempo. Antes, en la preparatoria, solía leer en el Jardín Borda o en algún parque. Ya no podía darme esos lujos. Así comenzó mi carrera de pasajero-lector.
Un par de días después seguía leyendo la novela y un chico muy coqueto se sentó a mi lado y me hizo plática, precisamente acerca de mi lectura. Volteé a verlo y le dije brevemente de lo que iba la historia. Incluso se lo recomendé. Quería seguir platicando o intentando ligarme, pero yo no estaba interesado en él de ninguna manera, así que le dije: “Ahora, si me disculpas, voy a seguir leyendo”.
El camión ya iba lleno, así que se quedó en el mismo lugar, pero muy calladito. Yo me metí a la lectura y no vi cuando bajó. Eso fue interesante, pues el libro en el camión me hacía una persona interesante (me ha sucedido otras veces), pero a la vez era un buen pretexto para evadir una plática. No es que no me guste hablar con desconocidos, pero cuando voy muy metido en mi lectura y planeo leer durante todo mi viaje, no me agrada que me distraigan.
He leído tal vez (porque es un cálculo aproximado) unos 400 libros en autobuses urbanos y foráneos (micro, pesero, metro, metrobús, tren ligero). Eso representa un buen porcentaje de mis lecturas en 20 años. No leí más porque muchos años tuve auto propio y me desplazaba casi exclusivamente de ese modo.
Cuando me quedé sin auto recuperé la bonita costumbre de leer mientras viajaba, pero luego me hice más bien ciclista urbano y encima de una bici es imposible leer. Iba a muchos lugares pedaleando. Ese tiempo leía solo las nubes, el camino y a las personas en la ciudad. Claro que cargaba un libro en todo momento, pero leía hasta que me bajaba de la bicicleta.
Las ventajas de leer en el camión son muchas: la lectura misma, el no manejar, el aprovechar el tiempo para dos cosas, entre otros.
Acerca de las desventajas puedo decir que son circunstanciales. Por ejemplo, en el metro casi siempre hay luz interior y se puede leer muy bien, incluso yendo de pie; en la noche muchos choferes apagan la luz e impiden la lectura; si el zangoloteo es demasiado no se puede fijar bien la vista en las letras; a veces el sol entra con exceso por la ventana y se dificulta leer.
Un tema extraño es el “desprendimiento de retina”. Algo que he escuchado de varias personas cuando dicen por qué no leen en el camión, por el miedo a que les pase eso. Lo menciono pero soy ignorante, no sé si a alguien se le haya desprendido la retina o se le hayan caído los ojos o haya perdido neuronas por leer así. A mí después de 20 años no me ha ocurrido y estoy seguro de que no me pasará.
Debo añadir dos cosas, sin embargo: a) mi vista es perfecta, no uso lentes ni veo menos que cuando era un niño; y b) escribo casi al borde de la nostalgia, pues estoy por comprar un auto después de seis años y ya no podré leer tanto en los camiones. Quizás comience a leer de nuevo en el baño.
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