Sociedad
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“Si quiere que hable, déjelo sin comer un día y ya verá…”

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“Su hijo es un perezoso”. esto fue lo que Rosa María escuchó del doctor después de que éste lo auscultara por espacio de siete u ocho minutos en el dispensario médico de la colonia.

Fue el diagnóstico más rápido y la consulta más barata. El doctor, un anciano de más de ochenta años, había cobrado cincuenta pesos por revisar al pacientito: regordete, de piel rosada, ojos muy vivos, sin ningún defecto aparente. Su único problema era que a pesar de tener ya cuatro años no articulaba palabras.

Mientras que los demás infantes de su edad hablaban hasta por los codos, el niño sólo decía “A”, a veces acompañaba esta letra con una exclamación “¡Ah!” y señalaba con el índice lo que quería; desde luego, su familia se lo entregaba en las manos o en la boca.

El mundo era designado con este hipocorístico y el gesto del índice. El chico no necesitaba ocupar la lengua, los labios o los dientes. Miguel amaestró a toda su familia, en dos años, con dos herramientas que eran su moneda de cambio más efectiva, su mínimo esfuerzo. Su familia, de manera tácita, aceptó esa forma de comunicación y así vivieron felices mucho tiempo, hasta que los amigos y familiares insistieron en que el más chico de los hermanos tenía un problema de salud; y esto quitó el sueño a sus padres.

El médico se quedó viendo a los ojos a Rosa María, como para asegurarse que entendiera bien y claro lo que le iba a ordenar, y le dijo:

-Si quiere que hable, déjelo sin comer un día y ya verá.

A Rosa María se le deshizo el mundo. Un año antes había llevado al niño a cuanto especialista le recomendaron. Las cantidades de dinero para las consultas y estudios carísimos, que no tenían y que tuvieron que conseguir, hubieran bastado para pagarle a Miguelito la prepa. Nada había funcionado, él seguía sin hablar y con su “A”, para todo.

Rosa María salió del dispensario con su hermoso niño de la mano. Estaba triste. ¿En qué momento se le ocurrió meterse a ese consultorio de mala muerte, con un médico muy anciano cuando el niño había sido revisado por las mentes más sesudas de la ciudad?

Buscó en su memoria, como lo hacía desde que comenzaron el peregrinar por la salud de su hijo, algún pariente que tuviera algún retraso mental, alguna tara o rasgos de idiotismo, pero no encontró a nadie. Suponía que en la familia de su esposo habría algo que afectó a su hijo.

En casa hubo reunión familiar. Rosa María contó a su esposo y a sus tres hijos lo que le habían dicho en el dispensario. Todos menos ella concluyeron que si el médico tenía razón resolverían un problema muy grave y se dispusieron a ser parte de la cura del hermano más pequeño, huevón entre los huevones.

A la hora de la comida todos pidieron sus alimentos, y esperaron a que el niño también lo hiciera, pero éste sólo señalaba y decía “A”, como siempre. Nadie le hacía caso, su mama insistía en que si quería algo tenía que nombrarlo.

Miguelito comenzó a gritar como enajenado. Se azotaba en el piso y sus chillidos eran tan agudos que sus hermanos se tuvieron que encerrar en sus habitaciones.

Rosa María no podía entender en qué parte se almacenaba tal cantidad de agua que salía por los ojos del niño.

La cena fue algo parecido a la comida, Miguelito señalaba con el índice y chillaba como cerdo en el matadero, pero nadie le daba nada. Rosa María no pudo más, se levantó de la mesa y se encerró en su cuarto a llorar, la siguió su esposo.

El niño convertido en un mar de llanto corrió hacia la puerta cerrada y la pateó por horas. Dentro, sus padres tuvieron que hacer un gran esfuerzo para no abrir y recibir al pequeño que no paraba de gritar.

A eso de las dos de la madrugada hubo un silencio total. Los padres abrieron la puerta y encontraron al niño tirado como un perro dormido sollozando. Lo abrazaron y lo llevaron a la habitación de uno de sus hermanos; arroparon al pequeño y se regresaron a dormir.

Era un sábado y eran las 7 de la mañana. En la puerta de su recamara, después de haber pasado una de las peores noches de su vida, Rosa María y su esposo escucharon golpes de una mano pequeña. “Adelante”, ordenaron. Era Miguelito.

-Mamá. ¿Me puedes hacer unos huevitos estrellados con tocino?

 

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Máximo Cerdio

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