Para Sonia, Antonia, Paula y Nina.
Viajar por una librería de viejo es uno de mis más grandes placeres en la vida, en especial si es grande y tiene buenas ofertas. Comencé con esta práctica hacia 1998, poco antes de entrar a la universidad, cuando acudí a la librería de don Víctor en El Calvario, cerca del centro de Cuernavaca. Allá fui con un amigo a ver qué me encontraba y a pesar de la oscuridad del local, salí de ahí con luminosos ejemplares, algunos de los cuales aún conservo.
Otra anécdota ocurrió cuando cobré mi primer trabajo de corrección de textos y frente a la sucursal bancaria estaba la librería de viejo. Crucé la calle y me gasté una buena parte de mi dinero en libros, en especial de poesía y en antologías. Salí con un par de bolsas y hasta un volumen de regalo.
Desde entonces, nunca he dejado de hacerlo, en especial cuando sea y de preferencia lo más seguido posible (nunca es suficiente). He comprado así más de 10 mil libros. En mi cumpleaños —excepto este año— voy con tiempo, tres o cuatro horas y me paseo por los pasillos como si ahí viviera: veo, tomo alguno, hojeo cuantos puedo, vuelvo a algún estante, cruzo un pasillo, abro más y más, repaso con la vista, con el tacto y con emoción cuando encuentro viejas ediciones que recuerdo con gusto o descubro nuevas ante mis ojos.
Siempre hay algo que me sorprende —así soy, qué le voy a hacer— y casi siempre compro varios libros, que cargo con gusto hasta donde pueda revisarlos de nuevo y estudiarlos, analizarlos antes de leerlos de verdad. Algunos van a la fila de los pendientes de leer, otros duermen directo en un lugar de mis libreros que parecía reservado para ellos antes de saberlo.
Volvamos al local: su olor es característico, picante, entre húmedo y dulce, casi salvaje, pero relajante. Siempre hay un orden, arbitrario, extraño, que permite perderse en una clasificación por horas o encontrar un libro de Rudolf Steiner al lado de uno de George Steiner, o una colección de Asimov en sociología o un ejemplar de Julio Verne en historia.
Hay de todo en las de viejo, es su destino, así fue siempre, porque los libros encuentran su propio camino cuando salen de las manos del escritor, el editor, el distribuidor, el librero comercial, el promotor… y llegan a situación de calle o de olvido en un librero casero, de donde alguien los rescata —o los malbarata— y les da la libertad deseada, de vuelta a la librería, para ver una vez más a sus lectores, a los locos que deambulan por mesas de madera y libreros baratos de los locales de viejo o de pulga como también les dicen.
Y entonces el libro renace, como un fénix, desde el óxido de su tinta y con la dignidad intacta, para irse con el primero que pague por él y lo lleve a nuevas aventuras. Y así, ambos vuelan juntos, libro y lector, hacia nuevos horizontes. Entonces, la vida sigue y el día es magia y las letras recuerdos y la lectura un deleite.
Desde un punto de vista de actualidad o modernidad, las librerías de este tipo son puro mal comercio o nostalgia o tiendas de baratijas, pero para personas como yo son oportunidades, oasis en medio de la aridez de las ciudades, templos del saber reciclado y de la gula bibliófila.
Un placer agregado a este hedonismo es ir acompañado a comprar libros, o llevar a alguien a que descubra, conozca o simplemente disfrute de una tarde viendo libros y comprando alguno para su solaz esparcimiento, su distracción, su aprendizaje. La combinación resulta sublime. Hágalo algún día, acompañado de su familia, sus seres queridos, su pareja, sus hijas o quien usted guste o pueda, pero vaya a una librería de viejo y gástese todo el dinero que le sea posible.
Agradezco a todos los libreros de viejo, que, pese a todo, siguen en pie y abriendo sus locales cada mañana con la parsimonia de quien sabe que sobrevivirá por siempre, entre pandemias, PDF y fotocopias. Larga vida a las librerías y los lectores de viejo.
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