Sociedad
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PRIMERO ES LA TAREA

Mínima historia de Saraí, Melani y Maritza, las hermanas de Altavista.


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Jojutla. Para la mayoría de alumnos de Morelos y de México las clases en línea impusieron un esfuerzo mayor que el de las clases presenciales, pero esta modalidad que se decretó por las autoridades educativas por la pandemia del covid-19 se ha vuelto un obstáculo casi infranqueable para algunos alumnos que tienen que tomar sus clases en condiciones precarias y con herramientas casi obsoletas, como ocurre con las hermanas Herrera Galindo.

Saraí, de 16 años, que cursa primer año de Preparatoria; Melani, de 13, el segundo de secundaria y Maritza, de 12 años, el primero de secundaria, viven en una galera en las faldas de un cerro de la colonia Altavista, en Jojutla. Desde el 19 de septiembre de 2017, cuando el terremoto destruyó su hogar, sus padres no han podido reconstruirlo por falta de recursos y de ayuda, ya que ni la autoridad municipal ni la estatal ni la federal les cumplieron. Viven en galeras que han podido construir gracias a la ayuda de los vecinos, que les han donado polines, alambre, láminas para techos y trastos que han ocupado para disponer de los básico.

Estas chicas tienen que hacer todos los días las tareas desde tres celulares usados que les compraron sus papás y que el día de hoy ya no funcionan de manera óptima, porque los requerimientos de los maestros son cada vez mayores y los aparatos no funcionan con la precisión y rapidez que se necesita.

Cuando llega la noche, Maritza, de 12 años de edad, apenas ha terminado de escribir y mandar tareas por correo o Whats App; esto le preocupa mucho a la niña y no puede dormir bien:

-Mamá, no puedo dormir. ¿Me alcanzará mañana el día para terminar de entregar mis trabajos?

-Ya duérmete, Maritza, descansa, mañana será otro día, sí te va a dar tiempo, no te preocupes, descansa -le dice Graciela Galindo Hernández.

Maritza cursa su primer año en la Secundaria Técnica 2 de Jojutla. De las tres chicas es la que más se preocupa: estos meses de adaptación en una nueva escuela y en un grado de estudios diferente en donde la emoción de encontrarse con compañeritos de la primaria y tener nuevos maestros se ha convertido en un estrés diario; a esto hay que agregar la tristeza de extrañar una casa que no se ha podido reconstruir a tres años del sismo.

Junto con Maritza están sus hermanas Saraí, de 16 años, que cursa primer año de preparatoria; y Melani de 13, en segundo grado de secundaria.

Hasta hace un mes trabajaban a distancia con un teléfono celular prestado, pues desde hace siete meses las escuelas suspendieron clases presenciales por la pandemia de coronavirus.

Saraí, la mayor, es quien apoya a sus hermanas y la que se las ingenia para sacar adelante la entrega de tareas. Ella va al cibercafé, donde investiga sobre nuevas aplicaciones y plataformas que los maestros les piden para trabajar a distancia. A la vez envía algunos trabajos por correo, como algunos maestros les han pedido, o imprime guías de trabajo.

Para esta familia, que vive practicante entre piedras, cada gasto es gran esfuerzo que les impacta directamente en su modo de vida, sobre todo en la alimentación.

El padre de esta familia, Ranferi Herrera Morales, es cortador de caña o arroz o chalán de albañil, Graciela es ama de casa y cuando se presenta una oportunidad de trabajo haciendo aseo en casas o cortando hortaliza en el campo gana un poco de dinero.

En esta entrevista en su casa los papás de las niñas nos confesaron que el 23 de septiembre pudieron contratar el servicio de Internet en su “casita”. Esto les va a costar 500 pesos mensuales, lo que significa la mitad del ingreso total de la familia: tener internet para que sus hijas sigan estudiando es una prioridad, incluso importa más que preocuparse por lo que van a comer a diario.

  • A veces mis vecinos o conocidos me ayudan, que ‘Chela ai te va un puñado de frijoles’, o ‘aì te van trescientos pesos para que te ayudes, y ai vamos –dice la mamá Graciela.

Contrataron internet porque no les quedaba de otra. Uno de esos días, a las tres chicas se les juntaron las clases. Dos de ellas tenían a las 3:30 horas y la otra a las 3:40, ahí ya no pudieron; algunos familiares les prestaron dos teléfonos, para que cada una tuviera uno.

Antes de que tuvieran internet el papá metía 100 pesos de saldo cada sábado pero para el miércoles o el jueves el saldo se terminaba y las niñas se quedaban sin clases.

Ni ellas ni sus padres tienen para comprar celulares nuevos o laptops que les permitirían aprovechar sus capacidades, ya que aunque las estudiantes viven en condiciones difíciles les gusta estudiar y tratan de ser cumplidas con sus tareas.

Saraí, Melani y Maritza no tienen un espacio donde trabajar, no tienen un escritorio o una mesa. Sus tareas las realizan sobre el colchón de las literas que les fueron donadas por vecinos. Se la pasan casi todo el día allí, a media luz, en sus camitas, haciendo trabajo a una velocidad mínima por la falta de tecnología adecuada.

La galera que les sirve como dormitorio tiene una ventanita por donde se puede observar un extenso terreno verde en el que los padres de estas chicas se emplean con frecuencia como jornaleros. En segundo plano está la autopista Siglo XXI, los cerros verdes decorados con un cielo azul y, a veces, con algunas nubes blancas que también se desplazar hacia la lejanía.

 

 

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