Ella es la madre, matriz primigenia, ahí pervive la semilla de nuestros ancestros, proveedora que nunca nos abandona. Bebe y se baña con el agua del cielo, la absorbe, nos alimenta; de sus entrañas rocosas emana el vital líquido que nace libre, sea ligera como caudal de arroyo, vasta y rápida como rio, o mansa, amorosa y profunda cual manto subterráneo. Además, nieto querido, nos abraza todos los días, acaricia amorosamente nuestro cuerpo, su piel rugosa sostiene nuestros pasos, abre caminos y senderos, nos abastece de arcilla, frutos, sombra, adobe, piedra y fuego. Recuerda bien mi niño Silverio, la tierra es el fogón del que sale la espiga, de su fruto los dioses formaron al hombre antiguo, es nuestra raíz, renacimiento perene de nuestra vida.
Antes de que la sombra de las ciudades elevase edificaciones, la tierra les permitió cubrirla parcialmente, pero olvidaron que no les pertenece y la colmaron de cemento y hormigón. No olvides que no es de nadie, es nuestra casa y hoy, más que nunca, debemos cuidarla. Por eso, mi niño, si de ahí venimos, ahí debemos regresar. De su cimiente, a fuego y arcilla nuestro cuerpo tomó forma, él es solo un fruto temporal que fenece, y cuando su fulgor y luz termina hacemos un ritual para regresar a ella, amortajamos a nuestros muertos, los vestimos con una caja de madera para que trasmute lentamente, para que las lombrices se alimenten y los gusanos, crisálidas silenciosas, se vuelvan mariposas de colores. Al paso de los años los huesos y la piel hacen una argamasa de barro, con él hacemos nuestras casas, fraguamos vasijas, comales, ollas, enseres en los que comemos, preparamos tortillas y tacos, quesadillas, tlacoyos, sopes, huaraches, itacates, chilaquiles, tlayudas, pozole, gorditas y chalupas; en ellos hacemos pinole y piloncillo, bebemos atole, pozol y guarapo; disfrutamos del mole, esquites, tostadas, el tascalate. Ella es punto de salida y retorno del ciclo natural de la vida, recuérdalo, somos de la tierra.
Mira, Silverio, tócala, siéntela, es húmeda, frágil, mágica, tiene el color de nuestra piel. Mira mis manos, ¿qué ves en ellas?, surcos y huellas del sol, curtidas por su roce, mis manos la cuidan, la veneran y, con la venia de los dioses la trabajo. Recuerda que ahí dejamos el cuerpo de nuestros muertos, pues su espíritu vuela y viaja lejos, pero hay un día al año que regresan del Mictlán para vernos, es día de fiesta todos nos alegramos de su llegada; este año vamos a ver a la abuela Tita, la que te educó debajo del viejo oyamel, te crio y protegió tu cuerpo, ¿recuerdas?; ¿sabes lo que le gustaba comer a la abuela Tita?: en las mañanas tomaba atole de agua en su jarrito de barro, ese que sigue ahí; hacía tortillas con sus manos para todos en el viejo comal, cernía arroz y frijoles, nunca faltó el alimento en casa. Ya en la tarde se tomaba un mezcalito mientras preparaba un mole de guajolote, lo sazonaba con chile ancho y guajillo, en secreto le agregaba no sé que qué lo comíamos ansiosos con las manos, hacia cucuruchos de tortilla y todos nos chupábamos los dedos, y tú, que lo comes desde pequeño aunque te picara, lo devorabas hasta lamer el plato.
Este lunes próximo iremos juntos y le llevaremos mole, tortillas hechas a mano, atole y mezcal; pondremos sobre su mesa flores de cempasúchil preñadas de sol; la llamaremos Tita y ella llegará sin que la podamos ver, acariciará tus cabellos, beberá y comerá mientras el teponaztle la arrulle, prenderemos velas amarillas para que no se pierda y encenderé un sahumador en el que quemaremos copal.
Mira mi niño, la tierra es la vida, de ella venimos y a ella regresamos; hoy ya vete a la cama para que mañana visitemos a tu abuela Tita. ♦