Imaginabas que Malcolm Lowry aparecería entre las mesas y te saludaría, te daría la mano y beberían tequila en la misma mesa: las ilusiones que arengan las letras. Te sentaste en una mesa cercana a los vitrales, el restaurante del “Casino” poseía un barullo que resonaba en su arquitectura, el olor a comida era excelso, el aroma de las botellas se mezclaba con el de perfumes y cigarrillos. Había un mesero que por unos pesos de más te servía vasos rebosantes de hielo donde el vodka llegaba casi al tope, pura maña sin tregua, pero no importaba. Era un espacio único en Cuernavaca, emblemático, las leyendas y mitos formaban parte de su tapiz. El hotel que resguardaba este lugar convocaba a muchos curiosos y parroquianos, era inevitable saludar a conocidos que, al igual que tú, andaban a la caza de ver gente, beber una buena dosis de wiski, comer como rey y pasar el tiempo.
Ese viernes esperaste unos minutos para lograr sentarte donde te gustaba; en la mesa de junto, un hombre más bien pequeño con lindas gafas emitió un gruñido cuando amablemente lo saludaste. Vestía un hermoso saco de pana verde seco, de aspecto desgarbado, miraba un punto infinito y bebía con lentitud. Reconociste que era mayor que tú, pues cuando tienes veinte todos son mayores. En esa época tu cabeza estaba llena de literatura, narraciones que corrían a raudales; la novela “Bajo el Volcán” despertó tu afición por las parrandas, pero a lectura de Proust, Stendhal, Joyce y D.H. Lawrence forjaron una sólida base para llegar, finalmente, a quedar embelesado por García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y Fuentes, pilares del llamado “Boom Latinoamericano.”
Bajo este influjo evanescente de novelas y alcohol le preguntaste a tu conspicuo vecino si le gustaba leer, si tenía algún autor favorito. Su cabeza dio vuelta lentamente y te miro unos segundos, observaste que el influjo etílico era mayúsculo. Dijo en un tono cordial que sí, que le gustaba leer, pero que también amaba la pintura y el cine; estas palabras dieron pie para mostrar tu vanidad arrogante, vertiste una verborrea de anécdotas, información y datos que sabías sobre él, le comentaste sobre esas míticas charlas en cafés parisinos donde Picasso, Apollinaire y Braque bebían y charlaban; el cruce de lo imaginario y lo real hacía una mejor mezcla que el mejor absenta.
La conversación subió de nivel conforme ingerías varios vodkas dobles que provocó te dijera en algún momento que bebías como marinero. Él tomaba en un vaso largo y delgado, no supiste si ron, brandy u otra bebida pues el mesero solo le decía “lo mismo”, y él asentía con un movimiento pausado, como si no tuviera prisa, muy por el contrario de tu manera de beber. Su voz no era grave, tampoco aguda, tenía una postura al hablar con cierto tono femenino, las frases las cerraba con ímpetu y contundencia, bañadas de dulzura y cadencia lúdica. Manipulaba sus gafas quitándoselas para limpiarlas, descubría su rostro pequeño, afilado, de nariz grande pero no desproporcionada, con algunas arrugas y pelo lacio entrecano, de frente amplia, sus ojos brillaban, seguro por la bebida y el arrobo que le causaron tus inocentes comentarios.
Las bebidas embriagantes hacen maravillas en un joven que tiene el deseo de comerse el mundo, pero también te puede llevar a cometer verdaderas estupideces. En un momento él hizo alusión a Cortázar y le robaste la palabra para decirle que lo acababas de ver en una conferencia en la Universidad y no dejaste que hablara, le narraste la parte cuando Oliveira le dedica a la Maga un bello párrafo sobre el beso, de las maravillas de Rayuela. También pudieron urdir largos tramos de anécdotas sobre cine, Pasolini, Tarkovski y Buñuel; del impulso que la pintura provoca en los escritores al convertir el gusto y el asombro en palabras, de la belleza como meta del artista, pero no de la belleza tradicional, sino de esa que te estremece al leer un buen cuento como los de Borges o un poema de José Emilio Pacheco.
Fue un día maravilloso, él, un hombre paciente y sonriente, de rostro taciturno pero alegre sin mostrarlo, su personalidad te atrajo pero se despidieron como extraños, sin mayores preámbulos ni tiempo para compartir sus números de teléfono. Se levantó con pesadez, era evidente su borrachera. Te sonrió cual cómplices que saben se verán más tarde, te dio una palmadita en la espalda y se rumbo a la salida.
Tardaste en salir del “Casino de la Selva”, ya fuertemente embriagado tu cuerpo daba tumbos, no caíste de milagro. Caminaste varias cuadras hasta llegar a tu casa, te dormiste con ropa, soñaste con escritores, pintores, absenta, vinos y mujeres. Días después supiste que ese hombre pequeño era grande, un escritor con mayúsculas, con asombro creció en tu pecho una sensación de orgullo y vanidad. A partir de ese momento tu gusto por sus libros incluyeron obras tales como “Farabeuf”, “El hipogeo secreto”, y “El grafógrafo.”
Este próximo sábado 19 de diciembre Salvador Elizondo cumpliría 88 años, y hace un par de meses cumplió 14 de haber fallecido. ♦
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