Existen muchos casos de artistas que se han metido a la política, en especial en este siglo (lo mismo que deportistas afamados). Además, ya comienza la efervescencia social por las próximas elecciones en toda la República Mexicana, que, como lo dicen los spots en medios, serán “las más grandes de la historia” (un eslogan facilón).
Algunos escritores se han llevado perfecto con el poder, como Octavio Paz o Aguilar Camín, hasta el punto de rayar en los límites de la ética, muy alejados tal vez de lo estético, pero sobre todo bastante fuera de la realidad (si es que eso existe) del oficio de escribir.
“Todos somos políticos”, se dice, pero discutamos tres asuntos aquí: a) no todos somos buenos políticos, b) hacer política no es un arte y c) en política (en especial la mexicana) hay harto de corrupción.
Y quizás no es que todos seamos políticos, sino que formamos parte de una sociedad, inmersa en un sistema, donde muchos de sus fenómenos son comprendidos desde la política, que muchas veces es la cosa pública y otras tantas es la pura coso impúdica y asquerosa.
A veces la política (o la mayoría) es solo una cosa abstracta, intocable y obsoleta, mientras que en otros tiempos la política es todo: marketing, economía, crimen, farsa, teatro, huachicoleo, despensas, playeras chinas, traición, prensa, pan y circo.
Decía que no todos somos buenos políticos, me refiero a los ciudadanos en general. Incluso con la apertura que hay ahora para que más personas de la sociedad civil (entiéndase los que sí trabajan todos los días), no creo que se haya llegado a un nivel en el que se pueda tener un buen prestigio al participar en la política.
Pensemos: cuántas personas que parecían buenas terminaron siendo unos raterazos al tener un cargo público, cuántos plurinominales parásitos hay tras cada elección, cuántos líderes de partidos hacen más negocio que beneficio social, cuántos ciudadanos se preocupan por vigilar el trabajo de los políticos que dicen representarlos. Terribles datos si nos ponemos a investigar un poco.
Pero el origen no es la política, es la familia, la escuela, el trabajo o el templo. Cuánto parásito, corrupto, traidor y ladrón hay en dichos círculos. De ahí vienen quienes son políticos. A veces hacen daño en el trabajo, en la oficina, en el taller, donde estropean el trabajo de otros y otras en diferentes lugares. No todos somos buenos políticos y más que eso: en México quizás 1 de cada 100 políticos tiene entero el corazón y no es un truhán. No crean que tengo datos para eso, aunque creo expresar lo que escucho todos los días. Dicen por ahí: no tengo pruebas, pero tampoco dudas.
Hacer política podría ser algo sublime, pero en nuestra sociedad no lo es, se parece más a un lodazal lleno de estiércol que a otra cosa. La política no es arte ni se acercará nunca a ello. La política es pérdida, el arte es tierra fértil. La política es máscara, el arte es honestidad (o digo yo que debería serlo).
Y el último punto es la corrupción, algo que se empeña en combatir la autollamada Cuarta Transformación, con unos resultados que aún no me parecen medibles de forma asertiva. La corrupción no está en las venas del mexicano, aunque muchos la usen como moneda de cambio. Y la política mexicana es un sinónimo casi perfecto de esta palabra de marras.
Si no fuera así, participar en política como escritor sería sencillo: solo se trataría de sumar los valores propios a un trabajo en bien de la sociedad, es decir, de mis lectores, por ejemplo, lo que a todas luces es algo deseable. Pero no, meterme en política sería manchar mi imagen, ser señalado con el dedo por esos mismos lectores, ganar su desconfianza… aunque quizás algún día lo intente.
¿Qué debe hacer entonces el escritor frente a la posibilidad de participar en política? Bueno, podría dejarse llevar por la corriente (no es mi estilo) o ser un político honesto (una utopía) o apostar por una nueva transformación (con lo que no tendría tiempo de escribir).
Zapatero a tus zapatos. ¿Usted qué haría, estimado lector?