Sociedad
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EL AÑO QUE NACIÓ PEDRO PÁRAMO

TXT FRANCISCO MORENO
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Fue el tercer timbrazo del teléfono el que interrumpió su lectura, cuando sonó el cuarto recordó que no había nadie más en casa. Dejó el libro sobre la mesa y el mullido sofá guardó la huella de su peso, tomó el auricular y antes de decir algo reconoció la voz al otro lado de la línea, era Margaret. La charla coincidió con la caída de la tarde, cuando colgaron Juan estaba a oscuras un sábado del mes de marzo.

El martes muy temprano preparó su café en el colador de tela que, aunque con una pátina profunda y desgastada, lo prefería pues evocaba la presencia de su abuela, esa silenciosa costumbre que aprendió de ella en San Gabriel. A las nueve Juan estaba listo en el pórtico de la casa, entre los dedos de su mano derecha un Delicado sin filtro moría con lentitud; en la otra, la Rolleiflex se balanceaba. Aguardó con la mirada hacia la bocacalle, el cigarro incineró sus últimas hebras castañas con el aliento de sus bocanadas. Entonces apareció un Hudson negro de cuatro puertas, la elegancia del vehículo detuvo su marcha a los pies de Juan. Un cálido abrazo fue su primera charla.

A pesar de conocerse años atrás, ambos habían cultivado un extraño apego bordado con letras, cuentos e historias fortuitas. En el camino a Tepoztlán Juan compartió sus temores sobre el libro por nacer, declaró que fue una larga gestación y que estaba en deuda con sus colegas, esos novicios del Centro Mexicano de Escritores en el que él se nutrió de sus opiniones. Por su parte, Margaret fue enfática al decirle que Don Alfonso Reyes había sido el pilar en el cual se apoyó para constituir esa especie de cofradía, espacio que fecundó la pluma de otros tantos escritores que dieron vida al México profundo, plumas que acertaron a ver a través de su mirilla otro pasado, un presente diverso y un futuro fantástico. Ese día ella prefirió la compañía de Juan para conocer el pueblo que brinca la comparsa de los Chinelos, sabía que pocos de aquellos narradores habían alcanzado la cumbre a la que él llegó, cima que conquistó y a la cual bautizó con el nombre de Pedro Páramo.

No entraron al pueblo en el auto, Juan le dijo que era una tierra que se camina, que hay un panteón que honra a los vivos, que la plaza tiene añejas siluetas que ofrecen frutos y flores, que el cielo tiene una enorme muralla que colinda con nubes increíbles, que el carnaval es una verbena de rezos, de viejos con barbillas en punta y niños retozando.

Arribaron  a Tepoztlán por la calzada principal y antes de llegar a la plaza subieron una estrecha calle que tiene dos breves curvaturas, sus pasos se dirigieron sobre paraíso, camino estrecho y empedrado en donde está la Posada del Tepozteco, vieja casona en la cual se hospedaron. El valle escampado dejaba ver pequeñas casas que rodeaban la portentosa arquitectura del Convento de la Natividad de María, un bastión de montañas rocosas color verde y ocre daban un hermoso plano al fondo azul del cielo; Margaret observó con embeleso esa hermosa vista panorámica. Él, con la misma pasión que escribía sus cuentos hizo diversos varios disparos con su cámara, cansado de la caminata guardó en el bolso de su saco la Rolleiflex para sentarse en el umbral de un arco de la terraza. Juan descansó la mirada en el infinito. Fue entonces que ella descubrió el momento exacto, ese que te dicta la intuición, la mirada atenta que descubre la belleza en detalles imperceptibles, contrastes de luz y sombras; sacó su propia cámara y sin advertencia alguna capturó el momento justo en el que, sin saber cuán trascendente llegaría a ser su novela, Juan miró su pasado. Ese año nació un tal Pedro Páramo.

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