Recuerdo que ese día amaneció fresco y nublado.
Entre vientos metálicos y bombos que se ensamblaban con las campanadas y los truenos artificiales de la iglesia, la banda del pueblo floreaba el corazón y las sombras de la carretera.
Mientras Tito me lamía los dedos de los pies, los tacones de Papá oscilaron por toda la habitación. Apartó el rizador de pestañas y comenzó a ponerse rimmel frente al espejo.
Hilillos de luz se movieron a través de mi campo de visión y el reflejo le anunció a Papá que yo estaba despierto. Puso sus manos en forma de mariposa, las llevó hacia su corazón y luego las desplazó hacia el frente como una flor de loto, era la seña que significa te amo.
Al mismo tiempo que sonaba Caminos de Michoacán, Papá se levantó del tocador y abrió el ropero, sacó la bata de terciopelo con lentejuelas luminiscentes, luego alcanzó el sombrero con forma de cono invertido, del que se alzan plumas rosas, verdes y anaranjadas como una cresta, asomó la máscara de tela de alambre con espesas cejas, bigotes y barba, y por último, tomó la capa con la imagen bordada del nahui ollin, la estrella del movimiento.
Al terminar de ponerse el atuendo, Papá se contempló indulgente en el espejo, se acomodó la Tau que lleva colgando en el pecho y se puso los guantes blancos que cubrían el carmesí de sus uñas.
Casi todos los años danzaba con Papá en la fiesta del santo patrón de Ocotepec: El Divino Salvador, pero esta vez no me dejaron salir con la comparsa vestido de chinelo, quizá porque no querían que se me hiciera tarde o para que no me vieran hablar en lengua de señas, aunque con las señas nos podíamos entender mejor entre tanto borlote, pura poesía visual.
Cuando llegó mamá de hacer las promesas del barrio me dijo que ya no me daba tiempo de almorzar, y me apuré porque no me gustaba llegar corriendo a la chamba. A punto de cruzar la calle para tomar la tepoz me llegó un olor a copal y vi cómo, en la densidad del humo que salía del sahumerio, se delineaba una puerta que se agrandaba a medida que avanzaba la procesión con el Cristo que sostiene al mundo con una mano y con la otra apunta hacia el cielo.
Y entonces pasó la tepoz.
Mientras avanzábamos vi los sembradíos y algunos cerritos moviéndose en secuencias, pasando del verde con fondos azules, al amarillo que brotaba del marrón de la tierra.
Al llegar a la base me llegó el aroma a leña y a tierra mojada. Bajé de la ruta y tomé un taxi que me dejó en el kiosco. Di la vuelta en la esquina y de inmediato percibí el olor a café y a pan recién hecho.
El panadero me había dejado hechos los roles, los bigotes, las empanadas y los garibaldis.... Elsa me dijo que me encargara de hacer los cafés y de atender las mesas - hay clientes a los que les gusta que sólo tú les hagas el café, además sabes inglés y puedes atender mejor a los extranjeros que vienen seguido-. El día se pasó rapidísimo y, como de costumbre, se terminó todo el pan y la repostería. Ya para irme sólo me faltaba hacer el corte de caja. Iba a empezar a contar, pero cuando estaba encarando los billetes de 500 me di cuenta de que había recibido uno falso. Doña Elsa me preguntó que si no me acordaba de quién me lo había dado. Traté de recordar en vano y me dijo -ni modo, vas a tener que pagarlo-.
Adiós a toda mi paga del fin de semana, sólo me quedaban 200 pesos de propinas. Me quité el delantal y, antes de irme, Doña Elsa se acercó a decirme que pagara sólo la mitad, que a cualquiera le puede pasar y que no querían que me fuera. Sus palabras diluyeron el encadenamiento de rostros y palabras que pasaba por mi cabeza, cuando de pronto, sentí un zumbido en los oídos, un tinnitus que subía de volumen y mitigaba el silencio cotidiano de la cafetería.
Doña Elsa seguía hablando, pero yo no podía escuchar más que el ir y venir de las olas del mar y un aleteo de libélulas queriendo salir de un atecocolli. Me dio 250 pesos y pude leer en sus labios: Has-ta-el-vier-nes.
Recuerdo que, de regreso, me llegaron flashazos de Papá enseñándome a hablar en lengua de señas, cuando me llevaba a sus clases nocturnas en el Conalep de Temixco.
La luminiscencia de las luciérnagas se iba atenuando mientras el campanario se aproximaba como un faro sobre la marea, anunciando que estaba por llegar a la casa.
Papá y Mamá veían The kid de Chaplin, les dije -buena peli- y me fui directo a la cama. Encendí un cigarro y le di tres caladas, mientras unas lágrimas bajaron por las comisuras de mis párpados hasta llegar a los labios. De pronto, se acercó Tito moviendo la cola y me lamió toda la cara.
Entre dormido y despierto soñé con las clases en lengua de señas, con la Miss, con los compañeros, y que el profesor era yo hablando en lengua de señas. Cuando desperté, la idea había nacido: empezar una escuela de lengua de señas que fuera el nexo entre un mundo de sordos y un mundo de oyentes, un mundo de silencio y de algarabía en el que todos pudieran comunicarse.
Acortaría la distancia que separaba dos mundos, para convivir y amar respetando nuestras diferencias, sin querer ser todos iguales. Conversé con mis padres y compartí la idea, pero tenía una duda: me preguntaba si a alguien le interesaría aprender la lengua de señas mexicana. A todos les interesa aprender inglés, francés o portugués, pero me dije -bueno, vamos a darle, vamos a probar-. Hice un plan de trabajo y lo envié a algunas instituciones públicas. Argumenté que la lengua de señas es el rasgo distintivo de una cultura minoritaria, que la sordera no es una discapacidad y que, por ley, en un país multicultural como México, los sordos tienen derecho a acceder a la información, a ir a escuelas donde no les obliguen a oralizarse con lápices en la boca, y en las que puedan aprender su lengua materna desde que son niños, con traductores y profesores certificados. Todos me respondieron con mensajes que decían -ah sí, qué interesante, luego te hablamos-.
Pero no me rendí y empecé a estructurar un plan de trabajo más completo, con los temas del curso, los horarios, la certificación y todo lo demás. Mis papás me ayudaron a hacer la publicidad en Facebook y la gente nos escribió, nos llamó diciendo que querían inscribirse para tomar el curso. Así llegó el 10 de agosto de 2020, cuando abrí una ventana de Zoom que se convirtió en un salón de clases. A las nueve de la mañana tenía lista la presentación y todo el material, y esperé a que se conectaran todas las personas que se habían inscrito. Esperé y esperé, hasta que se conectó una alumna, una chica, y para mí fue lo máximo pensar que ella sería la primera de muchos que habrían de venir más adelante.
Mientras tecleo se cumple un año de haber empezado con la escuela de lengua de señas, hay más alumnos, más grupos, más horarios y empezamos a contratar profesores sordos. Hasta el día de hoy, por la escuela han pasado como 300 estudiantes que aprendieron en su propia lengua a desenvolverse dentro de su propia cultura.
Los problemas de no haber conseguido trabajo como profesor de literatura y de frustrarme por haber perdido el oído, se convirtieron en la posibilidad de emprender una escuela de señas llamada LARA, que son las iniciales de Papá: Luis Alberto Ramírez Arellano. Puse el nombre en honor a él, quien me enseñó la lengua de señas mexicana desde pequeño. Gracias a que Dios hizo sordo a Papá ahora les puedo decir que el significado de esta seña es: te amo.