-Llegaron al ombligo de la luna de un lugar en Londres llamado Bonesville, en barcos de vapor que transportaban herramientas de extracción minera. En los tiempos en que el positivismo imperaba en México, todavía llegaban mineros ingleses, los mismos que trajeron  el  futbol  y construyeron  su  propio cementerio en Pachuca. Ahí, donde ahora hay un museo deportivo en forma de balón, tierra del pulque de la que extrajeron plata y otros minerales con tecnología del siglo antepasado. Aunque el “Ilustrado” y el “Universal” publicaran que ya habíamos ganado con Ireneo Paz y “Clemencia” de Altamirano, esos mineros convertidos en hombres grises fundaron el Banco del Tiempo y empezaron a robárselo a la gente. Tú todavía no nacías, ni tu madre, pero sí tu bisabuela y el Club de Futbol Pachuca, al que le íbamos por ella-.

Mi abuela, que migró de Pachuca a la capital del país, me contó de su madre y su pueblo natal como si lo viviera de nuevo, como si los espectros de aquel lugar regresaran de pronto a nuestra vida o nosotros a la suya. Esos recuerdos eran la medicina para calmar sus nervios y conciliar los sueños cada noche.

-Sí mijo, tú me escuchas y por eso Dios te socorrerá siempre, tú me cuidas ¿verdad? Yo lloré mucho por la muerte de mi padre, luego quedé huérfana como a los doce años cuando se robaron a mi madre. Le gustaba que le dijeran Flor, aunque se llamaba Luvina, mis hermanos y yo sí le decíamos así porque creía que las flores eran el canto del campo-.

De los recuerdos de mi abuela manaban ecos de niños jugando a pintar el silencio de las paredes con voces de colores, aromas de nixtamal y tortillas hechas a mano.

-Porque a mí no me gustaba ir al campo, pero a mis hermanos y única hermana sí, a la que habían tenido que esconder por temor a que se la llevaran los “laborales” del Maximato. Tres de mis hermanos se fueron luego para Estados Unidos y el otro se perdió-.

Mi abue tenía ya más de 80 años y habían pasado muchas cosas desde que salió de su pueblo natal.

-Recuerdo que de niño, cuando tenía como ocho años nos llevaste a mi hermano Diego y a mí a tu tierra. Nos recibieron en diciembre dos vecinitas que tenían un bebé, creo que era de la más joven, aunque de ahí a enero, cuando regresamos a la capital, no vimos a ningún Nacho, como dicen allá. Llegamos por una vía de ferrocarril, en la que jugábamos con los niños que habían recibido de los reyes sus caballitos de juguete; era muy bonito – dije.

-Pero aquí es capital y hay todo cerca... yo estuve en la lucha, dábamos de comer y juntábamos bolsas

de dinero, sacos de puras monedas que daba la gente para ayudar después del terremoto, y que los líderes se llevaban cuando terminaban las marchas en el zócalo-.

A ella le dieron casita en la capital a cambio de su apoyo al partido del sol naciente, porque sabía leer y escribir aunque no había ido a la escuela. 

-No me dejaron en el movimiento por mi ignorancia, pero les di casa a mis hijos; luego Obrador fue jefe de gobierno y me dio despensa y medicinas también. Era mustio con su camisita de vestir bien planchada, mientras nosotras le dábamos de comer al pueblo-.

La lucha que surgió del terremoto del 85, unida a la visita de la reina Isabel II a México y a la publicación de periódicos que desde sus encabezados demandaron el nacimiento de una izquierda más civilizada que la de Obregón y Calles, pusieron en foco a los “laborales” que impulsaron una idea de nación con base en lo que Cárdenas había hecho, aunque con Juárez y Madero de por medio.

Los pasos de mi abue me impulsaron hacia el mundo del grito y de las letras, donde el pavimento y la tierra son huellas del amor y de la infancia de las que brotan ríos de recuerdos y

olvidos que contienen lo negado: los olvidados que habitan entre fiestas y tragos, salsas y sonoras matanceras.