La noticia de ocho columnas ensombreció la opinión pública del mundo: otra vez un individuo se había armado para arrebatarle la vida a los más pequeños. Diecinueve sueños se habían esfumado a la misma velocidad con la que el gatillo se apretó la mañana del 24 de mayo de 2022 en Texas. Con la muerte de los infantes, dos profesoras más, y de paso el esposo de una ellas quien pereció a los dos días consecuencia de un infarto. Parecía la peor pesadilla, aunque en Estados Unidos, una bastante recurrente por cierto.

La vía rápida fue asumir en automático la evidente enfermedad mental del homicida como la causa única. Esto parece como siempre cerrar el capítulo ¿pero qué sigue después? Las líneas de investigación se centran solo en el ¿cómo? y no en el ¿por qué? Cuando escuché las declaraciones de Adriana Martínez, madre del asesino, recordé aquella frase de “Todo queda en familia”.

Como un núcleo familiar destrozado puede cambiar la vida de alguien. Ese alguien, que en efecto tenía una enfermedad mental, pero sus raíces crecieron desde un entorno en donde la comprensión parecía no ser un elemento. He ahí la importancia de decirle “te amo” a una hija o hijo de vez en cuando, de escucharlo. Interesarse por su vida y no después de su muerte, y menos cuando consigo se lleva a quienes menos culpa tienen. La luz con la que esos niños brillaban en este plano seguirá iluminando en el otro; las armas continuarán siendo parte de la cultura popular gringa, y la lección no aprendida en todo esto será la misma: si el amor con amor se paga, ¿con qué se paga tanto odio? Que sea desde casa en donde nos enseñen la respuesta.