Despierto a las cuatro de la mañana; hay bruma, la casa se lamenta. Los huesos de madera le crujen, la artritis del entrepiso no la deja dormir, no me deja dormir. Quejumbrosa vibra sacudiéndose las termitas. Rechina y asusta del techo a los gatos que le rasguñan el reposo; váyanse… váyanse… murmura su cansancio.
Sus ojos desahuciados de ventana apolillada y brillos resquebrajados se pierden en lontananza. Es una triste vieja hincada sobre la tierra húmeda. Se le salitra el cuerpo y añora la época en que sus rodillas eran firme piedra volcánica. Extraña su pasado cuando la enladrillada carne que posee sólo eran minerales dispersos en libertad.
Taciturna observa la oscuridad y a sus criaturas, no, mejor dicho, tiene insomnio. Son la osteoporosis y los delirios de tubería, golpes de ariete que no la dejan estar en paz. Escabulléndose, recorren mi habitación, los estertores de su casi muerte. Su alma fantasmal me circunda, la calefacción de su corazón tose años polvo. Ovillada bajo las mantas escucho su indigestión de mí, el llanto de sus goteras, sus pensamientos en derrumbe.
Resido en una vida antigua levantada desde la melancolía de la geometría. Habla un lenguaje corroído que predice abandonos y grietas. El rostro se le escurre en gritos, su patina llama a mi espanto desatado cuando nos miramos a los ojos.
Estas ruinas palidecen ante la ruptura de su materia, casi puedo verlas sollozantes, diluidas, aterradas en la atmosfera índigo de la noche. El frío de su indiferencia me muerde la piel. Petrificada cada vez más en comunión con ella me convierto en su propiedad con los segundos, minutos, horas.
Mi hábitat la unión perfecta de amargura y decadencia para poder soñar un Munch arquitectónico.
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Recorrer las laderas del río Cuautla en busca de aves fue una experiencia única pero siempre hay algo que demerita el momento. En este caso fue encontrar mucha basura en la rivera, bolsas de plástico repletas de inmundicias, botellas con orines, pañales desgarrados etc. Imaginen estar pajareando y de pronto pisar una de estas cosas, de súbito se desmorona el momento idílico y mientas madres.
¿Qué tan difícil puede ser cuidar algo que naturalmente ya existe en el cual prácticamente no tenemos que invertir? Pero creo que esa no es la pregunta correcta creo que es ¿Por qué optamos por lo inmediato y fácil, aunque eso después nos perjudique? Resultó muy cómodo y barato desbocar las tuberías de aguas negras hacia el río en lugar de cumplir con la infraestructura correcta y sigue siendo muy fácil tirar la basura en ese sitio, incluso prenderle fuego sin importar el daño que pueda ocasionar al ambiente, a los árboles y animales que viven allí. Ojalá nos detuviéramos a pensar que como dice el dicho “lo barato sale caro”.
Los humanos somos criaturas muy despreocupadas de lo que en verdad importa. Sabemos que esto no sólo ocurre con las zonas naturales también sucede en la ciudad, en nuestras colonias y casas ¿Por qué no protegemos lo que nos da comodidad y bienestar? El meollo del asunto es complejo, pero para resumirlo en pocas palabras lo que sucede es que simplemente no lo consideramos nuestro. Aunque me parece lamentable que necesitemos poseer algo para amarlo y respetarlo hasta que la muerte nos separe. Cuál es la relación que tenemos con nuestros territorios principalmente los íntimos.
Para que nazca en nosotros la convicción de cuidar de un espacio habitable es necesario que nos apropiemos de él emocionalmente, allí es cuando viene lo complicado. Filósofos, arquitectos y urbanistas han escrito mucho sobre el tema sin embargo pienso que para comprender en totalidad lo que nos dicen y sintamos sus teorías en los huesos podríamos hacer algunos ejercicios prácticos, activar la sensibilidad espacial. Estar conscientes de los vínculos psicológicos que atamos con el exterior a partir de nuestros recuerdos y emociones, y esa no es una tarea sencilla.
Tal vez un buen inicio sería dialogar con el espacio al que nos sentimos más unidos. ¿Si pudieran ver a su casa como un ser vivo que les diría o que les transmitiría?
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