Una mañana, de camino al trabajo, mi novio y yo logramos ver a lo lejos el cadáver de un gato. A un par de metros había otro mirándonos desde una posición pecho tierra. Se le notaba sorprendido y a la vez tranquilo, como si ambos hubiésemos llegado a un velorio. A ambos nos llenó de tristeza y después de lamentarse, mi novio dijo que probablemente habían sido los perros callejeros.

Después me quedé pensando durante todo el día que yo pretendía dejar suelta a mi gatita para que no esté todo el día en una habitación pero ahora lo dudaba, pues temía por su seguridad al dejarla “libre”.

¿Libre? ¿Un animal doméstico “libre”? ¿Qué clase de libertad podría tener un perro o un gato en la urbe? La mayoría de los citadinos hemos tenido la terrible experiencia de que la vida animal en las calles no se acerca para nada a lo que representa la libertad.

Desde el momento en que vemos a una cría abandonada, perdida o en problemas, hasta el hecho de mantener a una mascota que tiene que esperar horas a nuestro regreso, mientras su instinto los incita a salir de casa, trayendo como consecuencia que se pierdan, que se peleen con otros de su especie, que los maltraten o que sufran algún accidente en nuestras calles.

Sin embargo, tengo fe en que un día llegará esta “libertad” con la que los amantes de los animales soñamos, una libertad en la que no sean vulnerables (incluso aquellos seres que tienen que sobrevivir sin la suerte de formar parte de una familia humana).

Soy consciente de que nuestras necesidades emocionales han llegado a buscar la compañía de vez en cuando para afrontar las adversidades diarias, ¡y qué mejor para afrontarlas que con la cálida compañía de un animal adoptado!

Ahora trato de pensar que cada animalito caído en desafortunadas situaciones se vuelve una estrella más en el cielo y nos siguen dando un brillo que vuelva más nítida nuestra conciencia con respecto a un mundo con animales libres.