Mañana se cumplen 21 años de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Aquella mañana en la que Estados Unido vio borrar de golpe casi tres mil historias. Tres mil sueños terminados y tres mil familias incompletas. Pero lo que más llama mi atención de ese anecdótico (para mal) suceso es imaginar los últimos minutos en vida de aquellas personas que, aterrorizadas ante la posibilidad de ser alcanzadas por el fuego tras el impacto de los aviones de los terroristas, decidieron saltar de las Torres Gemelas.
En los cimientos de lo que alguna vez fueron los edificios más altos del mundo, quedaron cuerpos y pedazos de ellos regados por todas partes, algunos nunca identificados, debido al posterior colapso del complejo. Precisamente quiero dedicar este texto a esas personas que desde el punto de vista de un autor no podrían ser identificadas como “suicidas”. La razón es simple, esa gente no llegó a sus trabajos pensando en terminar con sí mismo, ellos “no tuvieron de otra”. Las llamas y el humo fueron realmente sus homicidas, por no contar a quienes intentaron descender sin éxito por las calientes columnas de metal.
¿Qué habrá pasado por sus mentes antes de impactar contra el acero? O por lo menos antes de morir en el aire. Quizá fueron sus familias, tal vez una posible explicación lógica a ese infierno o sencillamente un shock por las alturas jamás antes vistas tan de cerca. Lo que haya sido, para quienes seguimos en este mundo el pensamiento debería ser el mismo, el mejor día que podemos aprovechar es aquel en el que seguimos vivos. Lo demás puede reescribirse en cualquier momento.