Desde la creación del Estado Mexicano en 1824 se dispone de la división de Poderes como ahora la conocemos y durante este trayecto los mexicanos creamos instituciones que en cierta etapa fueron pilares para el desarrollo de la Nación. Con el devenir del tiempo, estas instituciones se han alejado del espíritu para lo que fueron creadas y la Suprema Corte de Justicia de la Nación no escapa a esta realidad.
Decía uno de los grandes teóricos de la administración: “Quien no asuma riesgos, que se retire de los negocios”. En mis colaboraciones me he concentrado en las acciones del Poder Ejecutivo, pero dada mi formación profesional, que no es de licenciado en derecho, ahora asumo el riesgo para abordar un tema que considero también está trastocando la vida nacional, debido a la forma en que uno de los poderes ha venido actuando y resolviendo asuntos cruciales para una sana convivencia y bienestar entre los mexicanos: la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Tenía alrededor de diez años cuando acompañé a mi Padre (con mayúsculas) a visitar a un ministro de la Suprema Corte que recuerdo respondía al nombre de Franco Carreño, y recuerdo la fuerte impresión que me causó el sobrio edificio y lo que representaba y emanaba, ser Templo de la Justicia (así, con mayúsculas quisiéramos que fuera). Solo con entrar al recinto uno tenía la fe y confianza que estaba uno protegido por el Estado de Derecho, y es uno de los Méxicos que me ha tocado vivir. ¿Qué hacías ahí en lugar de estar en la escuela? Bueno, mi Padre tenía una discapacidad física (ahora le llaman capacidades diferentes) y era el único que lo acompañaba, en mis ratos libres o faltando a clases, para que resolviera los asuntos familiares, pero como dice la Nana Goya, esa es otra historia (continuará).