Sociedad

El Milagro de volver a vivir

TXT Jaime Zahid Torales
Lectura 9 - 17 minutos
La última palabra ya la tenía Dios
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El Milagro de volver a vivir

TXT Jaime Zahid Torales
La última palabra ya la tenía Dios
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“La última palabra ya la tenía Dios”

Conocí a la señora Eli caminando hacia mí con una increíble serenidad que combinaba muy bien con el clima frío de Santa María en Cuernavaca. En ese lugar, es más que famosa por la rica pancita que prepara. Me recibió con una sonrisa, tan apacible y cómoda que difícilmente uno pudiera imaginar que hace no mucho se debatió entre la vida y la muerte, cuando presentó con una saturación de oxígeno del 40 por ciento, por lo que estuvo a punto de ser intubada un área covid-19 y que que hace dos años vio morir a cien personas en esa zona de pesadilla.

El olor dulce de su perfume nos acompañó durante toda la plática, “¿cómo fue la primera noche que pasó en casa después de estar internada por varias semanas?” le pregunté. “Aún no había asimilado nada”, respondió, al explicar que en aquel momento se despertaba sin reconocer en dónde estaba, si era realmente su hogar, ese que tanto había extrañado, o era la fría cama del nosocomio donde pasó las peores noches de su vida.

Eli comenzó con síntomas de covid-19 en febrero de 2021, a la par que su hijo: fiebre, escalofríos y dolor de cuerpo, pero de pronto le ocurrió algo atípico, sentía que el corazón se le iba a salir.

El dolor en el pecho fue tal que con ayuda de su familia fue trasladada al Hospital General del ISSSTE en Álvaro Obregón, en aquel tiempo adaptado a la pandemia por el Insabi. Al llegar le dijeron que se despidiera y ella supo enseguida que quizá esa era la última vez que vería a las personas que trajo al mundo. Entonces entró al infierno.

El primer día ahí fue el más complicado. Eli contó a botepronto a sus compañeras y compañeros de pesadilla, unos 30.

Rápidamente le suministraron oxígeno y le aplicaron lo que recomendaba el médico que la examinó.

Fue justo ahí cuando comprendió que la verdadera receta la tenía ella misma, debía mantenerse con fe y la mayor tranquilidad posible, cosa difícil porque justo esa noche corroboraría que, en efecto, eran 30 pacientes más internados junto con ella en el mismo piso. Esa noche murieron 30.

 

“Las enfermeras nos apoyaban, luego ellas eran las pacientes”

La expresión de Eli palideció cuando recordó como la veía aquella mujer, que tenía más de 60 años probablemente. “Nunca me habían transmitido tanta impotencia con una mirada, era como si pidiera auxilio a gritos”, me contó. “Vi casos muy impactantes. Me acuerdo también de una muchachita de unos 20 años que lloraba porque decía que en casa la esperaba un bebé de tres añitos. Ella murió a los pocos días. En total vi morir a unas 100 personas en esas casi tres semanas y era triste porque varios de ellos eran médicos”.

Eli se acordó también de un doctor de Jojutla que salvó una buena cantidad de vidas en aquella región, pero que luego moriría a tan solo unas camas de ella sin poder hacer nada más por sí mismo.

Por cierto, la señora de la mirada desesperada de igual forma murió horas después y Eli escuchó la reacción desgarradora de sus familiares cuando fueron a reconocer el cuerpo. “A alguien se le ocurrió que el área de morgue debía estar cerca de nosotros, por lo que escuchábamos frecuentemente los gritos inconsolables y era inevitable pensar que nuestra propia familia daría los mismos cuando nos tocara”.

“La pregunta era ¿cuándo seguíamos? Incluso las enfermeras que nos ayudaban, luego eran las pacientes”.

 

“Me sentí solo, únicamente habíamos dos neumólogos en todo el estado para atender covid”

Los ojos del doctor Héctor Flores bien podrían asimilarse a los de un soldado que regresa al campo de batalla. El segundo piso del hospital Henri Dunant en Cuernavaca estaba vacío el día que fui a visitarlo, pero ese mismo pasillo atestiguó largas filas por ahí de abril y mayo de 2020, cuando el “trancazo”, como el mismo lo describió, comenzaba. Egresado de la UNAM, el Dr. Flores tuvo que contratar a dos secretarias para dar fichas ante tanto paciente que quería volver a respirar.

“Ojos que no ven corazón que no siente”, bromeó conmigo al recordar que él prefería no asomarse fuera del consultorio para comprobar la demanda. Me di cuenta de que esa frase era más consoladora que humorística, lo pude ver en su expresión, porque detrás de esta historia encontrábamos un verdadero capítulo de incomprensión médica.

Ante el miedo, sus colegas del hospital le habían mandado inspecciones de Protección Civil en dos ocasiones para que le clausuraran, pero esta instancia le permitió seguir trabajando. No era para menos, el doctor era uno de los dos únicos especialistas en la materia en todo el estado de Morelos, además de tener en el IMSS de Plan de Ayala a cinco médicos a su cargo. Precisamente en ese nosocomio terminó internado, no sin antes ver como, por instrucción federal, todo el personal de salud tuvo que sumarse a la atención

“Al principio estaba escéptico. Se escuchaba que el virus venía de un mercado húmedo, que si provenía del murciélago o el pangolín, o que si golpearía más leve al país por agarrarnos en primavera. Después supimos que la cosa estaba grave cuando apareció Donald Trump a anunciar el cierre de aeropuertos y comercios. Y luego veíamos en el Seguro Social a otorrinos, ortopedistas y demás médicos sin experiencia en enfermedades respiratorias entrar al campo de batalla, en un inicio el piso 11 del IMSS. También me contagié yo”, recordó.

Con recursos propios y ya estando hospitalizado, adquirió un tratamiento experimental intravenoso, pero como el mismo dijo, “la última palabra ya la tenía Dios”. En su mente estaba el primer caso covid que el atendió, un piloto retirado que se contagió en Madrid y no tuvo mayores complicaciones. Después de que la enfermedad avanzó había cinco pisos en el Seguro Social de Cuernavaca para atender, a 40 pacientes por piso, y uno de los internados era él, con un cuadro de neumonía.

 “¿Doctor, por qué no se retiró cuando todo esto inició?”

  • “Si lo hubiera hecho sería el equivalente a pensar que un soldado, al ver a los narcotraficantes llegar y abrir fuego, salieran corriendo. Por algo decidieron ser soldados, yo decidí ser neumólogo, en México no somos más de mil. Mi respeto a todos mis compañeros que le entraron, y de igual manera a los que no, porque cuidar la vida también es válido”.

 

“La vi agonizar antes de quedarme dormido. Cuando desperté ya no era una señora, sino una bolsa negra lo que había a mi lado”

Uno podría pensar que la oficina de un profesor se conformaría únicamente con un escritorio y decenas de carpetas apiladas y que puede ser un lugar aburrido, donde se califican montones de exámenes, pero para desmantelar esta idea, saber la verdad habría que visitar el lugar donde José Javier del Castillo pasa buena parte de su día planeando sus clases. Especialista en asignaturas de comunicación y director de carrera de esta rama en la Universidad Internacional, el docente ha hecho de su oficina una cabina radiofónica vestida con temática de Star Wars.

Cuando el doctor Hugo López-Gatell anunció el famoso “Quédate en Casa”, José Javier tuvo que despedirse temporalmente de su espacio de trabajo. En aquel momento pensó que la única afectación que le traería la pandemia sería justo esa, adaptar sus materias de producción, croma o composición a un nivel virtual. El reto era interesante, pero también requería de paciencia y de muy buena conexión de internet. Apenas sobrellevaba la modalidad, cuando su hijo - en ese entonces de 22 años- les dio una noticia nada agradable para él y su esposa: “una de mis amigas de la iglesia salió positiva al virus, yo estuve con ella durante un buen rato el día de ayer”.

Esto encendió sus alarmas, pero al igual que todas y todos, pensaba que solo sería algo pasajero y sin mayor consecuencia, pero la familia del Castillo apenas unos días después vería cómo su único hijo tendría una grave complicación por la enfermedad. “Presentó un edema cerebral por covid”, me dijo.

Sin todavía dar crédito, el profesor me contó como el joven se tiraba en el piso y les decía que él era Wolwerine, ese icónico personaje de Marvel; de ese nivel eran las alucinaciones. Lo que le pasó a su esposa no fue mejor, pues fue hospitalizada con grave daño pulmonar. En medio de la incertidumbre, José Javier se aisló en el departamento que le prestó un familiar. Aterrado por la salud de sus seres más amados y pensando también en lo costoso que estaba siendo todo esto, se sirvió una copa de vino para relajarse, pero no le supo a nada.

José Javier ingresó al día siguiente al área covid del IMSS en Cuernavaca, con una saturación de oxígeno del setenta por ciento. Se encomendó a Dios y se preparó para ver lo peor. “Eran gritos de personas que estando internadas decían que preferían morirse. Recuerdo a una señora de la tercera edad que se quejaba mucho. Me quedé dormido y al despertar ya no era una señora, sino una bolsa negra. Los médicos tenían un procedimiento que me recordaba a lo que es tapar un bache en la calle, porque cada quien sabía lo que le tocaba ahí”, mencionó mientras desviaba ligeramente la mirada

Dentro de todo, el comunicólogo se había mantenido con fe. Aunque no había requerido intubación y respiraba bien, una noche, un fuerte dolor le despertó de golpe y luego perdió el conocimiento. Cuando abrió los ojos encontró una escena para él irreal: estaba operándolo de emergencia un doctor de bíblico nombre Gamaliel.

En medio de sus gritos de dolor, el médico le había logrado controlar diversas hemorragias internas; de manera sencilla pero contundente le explicó que “un coágulo en una vena hacia el intestino le había explotado debido a la inflamación que ocasiona el covid”. De ahí en adelante vendría la dolorosa recuperación, pero sobre todo la nueva perspectiva de vivir.

“No me preocupaba morir, he tratado de llevar una vida que me conduzca hacia Dios. En todo caso me angustiaba pensar que mi hijo quedara con alguna culpa por lo que pasó, pero me mantuve siempre en oración por él. Desde que nació fue un milagro, y quería salir adelante para volverlo a ver”, me dijo, ya con lágrimas en los ojos y rompiéndose conmovido al recordar las muestras de cariño que recibió cuando salió del hospital luego de dos semanas.

José Javier tuvo otro milagro. Hoy, su esposa, su hijo y él siguen entre nosotros, más unidos. En el lugar de la entrevista sobresalía un letrero con la frase “Dios tu eres mi fuerza”.

 

“Murió a la misma hora que se iba al mercado. Descansó en la mejor cama”

De repente he escuchado la frase de que el dolor es para los que se quedan, no para los que se van. Tal vez le encontré mucho más sentido cuando platiqué con Doña Mari, de casi 80 años, una vecina de la colonia El Texcal en Jiutepec.

En julio del 2022 ella y su esposo don Pablo ya estaban vacunados con tres dosis contra covid-19.

Por eso cuando los dos iniciaron con síntomas no pensaron que pudieran agravarse. Aunque los dos eran personas mayores, ya habían librado otras enfermedades.

Mientras ella pensó que solo tenía una gripa fuerte, su marido comenzó a sentirse muy cansado y con limitaciones para respirar, así que alguien les sugirió comprar un aparato de nebulizaciones, como aquellos que usan los asmáticos. El hombre que toda su vida había trabajo en la construcción jadeaba con dificultad. Y luego llegó aquel fin de semana.

“No mejoraba nada, y estaba perdiendo también la coherencia. Junto con uno de mis hijos fue a ver a un doctor a San Francisco Texcalpan, pero él le dijo que debían ir al Seguro, porque ya iba muy grave”, recordó.

En la clínica de Plan de Ayala se encontraron con la primera prueba, los elevadores no servían ese día, así que con un auténtico esfuerzo don Pablo subió lentamente la escalera. Luego, una enfermera cuando lo vio le dijo “como no se va a cansar si está usted bien gordo…”, mientras el pobre señor iba ya con una oxigenación abajo del 60 por ciento.

Ese día fue internado en el área covid, donde estuvo poco más de una semana.

Doña Mari recuerda sus noches de insomnio durmiendo abrazada al teléfono en espera de que los residentes en turno le hicieran la llamada de reporte diario. Casi siempre le decían que iba bien, que había comido y que la saturación de oxígeno mejoraba. Por eso, cuando a finales de julio les dieron la noticia de que ya lo iban a subir a piso, todos en la casa se alegraron.

Jaime, su tercer hijo, fue a verlo con la esperanza de platicar con su viejo, pero él ya no hablaba con claridad porque el daño pulmonar que podía verse en sus placas de tórax iluminadas en blanco. Su mirada se perdía y era imposible quitarle el concentrador, el aparato que le daba oxígeno. Entre lo poco que pudo platicarle a Doña Mari sobre el área covid fue que era un lugar en el que se encontraban casi todo el día a oscuras, por lo que no sabían si era día o noche. Solo había un tragaluz al final del pasillo.

Ese día don Pablo comenzó a alucinar, “dile a Hugo que porque me quitó mi nieve. Quiere mi nieve”, le llegó a decir a su esposa. Pocas horas después los médicos lo desahuciaron y entonces Doña Mari le hizo un juramento la última vez que lo vio: “te prometo que mañana vas a dormir en una cama bien bonita, bien padre, bien cómoda. Vas a descansar en ella”.

Don Pablo falleció a las cinco de la mañana del día siguiente, a la misma hora en que se iba todos los días al mercado a comprar el mandado.

En su entierro sonaron canciones guerrerenses como “El Chubasco” o “Prenda del Alma”.

El covid se llevó su cuerpo, pero su espíritu de patriarca de la familia continúa.

 

“Lo único que me acompañaba era la música”

Ahí estaba de vuelta en el Hospital Henri Dunant, ahora en su último piso. En un decorado elegante como escenario me recibió el doctor Ernesto Ángeles en el consultorio más alto de la clínica. Al lado de su escritorio, una ventana, mucho más grande que la que tenía a un costado de su cama de hospital cuando estuvo internado por covid-19. Fue precisamente aquel mirador al exterior lo que le permitía, sin asomarse, reconocer cuando era de día o de noche.

El médico fue uno de los primeros contagiados del sector salud. Pescó el virus en abril de 2020 cuando los esfuerzos, según el describe, todavía se aplicaban para inyectar personal al área de medicina interna, planificar el tamizaje de pacientes con sospecha de la infección y buscar tratamientos posibles ante la falta de antivirales propios para contrarrestar la agresividad del virus.

“Primero me aislé en casa con fiebre persistente y dolor de articulaciones. Me hice una placa y detecté que algo no estaba bien, por lo que decidí internarme. Ahí vinieron los sentimientos encontrados” narró mientras de fondo sonaba desde su computadora la melodía de El Cóndor Pasa tocada en flauta. Luego añadiría “¿por qué a mí? Era mi pensamiento recurrente”.

El doctor Ángeles no quería volverse parte de aquella estadística de colegas cuyos cuerpos inertes salían tapados de pies a cabeza al unísono de los aplausos y sonidos de sirenas de ambulancia, a manera de póstumo homenaje. Días antes el mismo había visto como las personas contagiadas y las no contagiadas se mezclaban en las áreas de atención, por lo que estás últimas terminaban también siendo pacientes. Y después él se encontraba en la misma situación.

“Recuerdo al paciente de la cama ocho, intubado y quizá escuchando a la lejanía a (las) enfermeras que lo motivaban diciéndole que su familia lo esperaba. El señor no sobrevivió. También a otro que ya estaba mejor pero murió por complicaciones luego de una operación abdominal. Yo en esos momentos repasaba mi vida”, recordó con mirada nostálgica.

Cuestionado sobre la música que escuchaba durante la entrevista, dijo que era lo que  escuchaba con unos audífonos y un celular mientras estuvo internado. Algún compañero le había dejado hacerlo durante el cuarto día, de doce que estuvo hospitalizado, para tener un poco de sensación de libertad dentro de ese infierno.

Como en aquella película de “Sueños de Fuga”, la música le había acompañado brevemente; “escuchaba a Madonna también” me dijo con una sonrisa que apenas pude ver por el cubrebocas.

El doctor Ángeles salió del Seguro Social poco después del cumpleaños de una de sus hijas.

La entrevista concluyó mientras sonaba “Amor grande, amor libre”.

En el aire quedó ese instante, esa presencia, pero también la de la señora Eli, que luego de un largo proceso de recuperación pulmonar, aún está en el negocio de pancita que tanto la hace feliz. También queda el doctor Flores, alentando a sus pacientes a seguirse cuidando mientras bromea con la única secretaria que ahora tiene. Ahí queda el profesor José Javier planeando proyectos televisivos para sus alumnos.

También Doña Mari, en su silla de ruedas mientras vende pozole los domingos para salir adelante… Y el doctor Ángeles, mientras se asoma por su ventana para ver el atardecer.

Y ahí estaba yo, creyendo que solo había logrado obtener historias de áreas covid, pero que en realidad tenía mucho más que eso. Me llevaba historias de amor, de fe y de inspiración pero, sobre todo, de esperanza.

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