Con el verde, el operador metió segunda y aceleró. El artista caminó por el pasillo hasta la última hilera de sillas y se acomodó para presentar su espectáculo.
Era bajito, moreno, muy pero muy flaco. Llevaba una gorra blanca percudida que le ocultaba la mirada. Una camisa de manga larga a cuadros a la que el sol había deshecho los colores azul, rojo y amarillo. No llevaba cinturón, sólo son una pequeña cangurera escurrida que parecía calcetín triste. Su pantalón era de mezclilla usada, sucia y calzaba botas negras con la punta raspada y la suela abierta, muy grandes para su talla. El hombre de más de 50 años de edad, que parecía un tasajo, estaba cubierto de polvo, como si alguien –Dios quizá- lo hubiera encontrado en algún lugar abandonado y lo hubiera arrojado a la calle.
Su guitarra –si era suya- no estaba en mejores condiciones que él: era áspera, como las que venden por las calles y que sirven para aprender a tocar o que nunca debutan y quedan colgadas en el clavo de alguna pared o de esas que puede uno llevar con la perrada y olvidarla en alguna esquina o despedazarla sin el menor arrepentimiento en la cabeza o en el hocico de algún enemigo en un pleito de borrachos; para acabarla de chingar tenía cuarteaduras y agujeros.
El hombre se recargó en la orilla de un asiento y acomodó el instrumento a su cuerpo. Sin afinar, soltó los primeros acordes: el sonido, como la guitarra y como la voz de aquel individuo parecido a un ser humano era duro, lejano, viejo, polvoso y apagado.
–¡Ay, Dios mío, pobre hombre! –dijo una mujer y abrió su cartera para sacar algunas monedas.
–“Me llaman el asesino porai/ y dicen me anda buscando la ley/ porque maté de manera legal/ la que burló mi querer” –cantó “El Asesino”, canción que popularizaran Los Cadetes de Linares; después siguió con “Prisionero de San Juan de Ulúa” y remató con “Las rejas no matan”: “Auroras que son puñaladas…”
Sobre la avenida Emiliano Zapata, a la altura de la Fiscalía General del Estado, el hombre terminó de cantar, bajó el instrumento, se subió la visera y expuso:
–Señores. Estar en la cárcel por muchos años es un sufrimiento muy grande que no le deseo a nadie. Yo ya pagué por mis culpas. Tiene tres días que salí del reclusorio y no encuentro trabajo. No quiero asaltarlos o robarles sus cosas porque no quiero volver a la cárcel, de veras. Por favor, ayúdenme con la moneda que les sobre; siquiera para comprarme unas tortillas y comer algo.
Algunos pasajeros comenzaron a buscar en sus bolsillos y carteras monedas pequeñas para darlas al músico, que estiraba una mano huesuda, venosa y de palma amarilla mientras agradecía en voz baja.
La cangurerita se llenó con el dinero del último pasajero y el músico se paró en el estribo de la puerta de acceso. El conductor le dio la parada en una esquina.
El hombre bajó con dificultad y desapareció con todo y guitarra, bañado por el humo del escape de la ruta.