Efectúan pueblos de Xoxocotla, Alpuyeca y Atlacholoaya ritual para buenas cosechas.
Gaudencio Sierra Corona metió la mano en la bolsa de su camisa, sacó algo, puso el puño hacia abajo y me dijo:
-¡Mira, yo cuando digo algo es porque tengo pruebas!
Volteó la mano y sobre su palma aparecieron pedazos de piel de víbora.
-Es el viento, es Quetzalcóatl.
La procesión
El miércoles 25 de mayo, cerca de las 11 de la mañana la familia Sierra salió de su casa, ubicada en la calle 20 de Noviembre de la colonia centro de Xoxocotla, acompañada por vecinos y amigos.
Llevaban ofrendas que habían preparado un día antes: mole, tamales, cacahuates, bebidas, flores y los arreglos en forma de estrella de seis picos, hechos con carrizos, hilo y flor de cempasúchil, llamados xochimamastles.
Irían a un cerro en las afueras de la población; ahí realizarían un ritual y entregarían las ofrendas para pedir una buena temporada de lluvia para sus cosechas.
Desde hace más de 37 años, ellos organizan y dirigen este ritual; recibieron el encargo de otra familia y ésta de otra, y así se fue sucediendo en el tiempo.
En este rito participan también pobladores de Atlacholoaya y Alpuyeca; cada una de estas comunidades nombra a un regidor; con el de Xoxocotla completan los tres.
El grupo de al menos cincuenta personas, se desplazó algunas cuadras hasta atravesar la carretera Alpuyeca Jojutla, caminó poco más de un kilómetro hasta una localidad afuera de la mancha urbana llamada Apozonalco en donde ya lo esperaba otro grupo de personas con camionetas y coches para trasladarlos al cerro. Arribaron, también, dos patrullas con policías, unos uniformados y otros de civil. Portaban armas largas.
De Apozonalco a Coatepetl
Nuestro destino era una cueva llamada Coatepetl, localizada en Xoxocotla, hacia donde se puede llegar desde Atlacholoaya y Alpuyeca.
Allí, nos distribuimos para transportarlos y avanzamos lento.
Jazmín me recordó que yo no podría grabar video, ni audio ni hacer fotos con el celular ni con la cámara.
Bajamos y subimos por un camino asfaltado, pero con muchos tramos en mal estado. Nos detuvimos en las últimas casas y nos paramos a comprar agua y continuamos.
Seguimos avanzando por un terreno polvoso de terracería. En algunas partes se podía observar montones de basura, pedazos de refrigeradores y chasis de televisores como en los basureros a cielo abierto.
El paisaje alto y de media altura era café con algunas zonas grises. En esta época del año, sólo los arbustos más resistentes pueden estar parados recibiendo toda la radiación del sol. De vez en cuando la mirada se refrescaba en los verdes de las hojas de algún árbol solitario en el centro de los terrenos de cultivo.
La tierra era gris, algunas partes negra, los terrenos de cultivo estaban cercados por postes y alambres y había algunos muros construidos con piedra sobre piedra, llamados tecorrales.
Veinte o 30 minutos después, nos detuvimos y estacionamos el coche pegado a un corral y nos bajamos. Había un bache que no nos arriesgamos a pasar; algunas camionetas y los vehículos de los policías lograron sortear el obstáculo.
Nosotros comenzamos a subir caminando.
Unos trecientos metros más adelante llegamos a una explanada donde vimos vehículos estacionados. Yo seguí a las personas que había transportado en mi auto.
El descenso
En el lugar había árboles y arbustos grises con como larguísimos dedos con uñas amenazantes.
Avanzamos por una vereda que descendía en forma de serpiente.
Conforme bajábamos, las piedras se volvían más grises y porosas y el suelo se ennegrecía; me di cuenta que se trataba de piedra volcánica.
Algunos metros adelante las chicharras comenzaron a cantar su misma melodía milenaria para pedir agua.
En nuestro camino fuimos descubriendo una hondonada y en seguida, oímos el agua del río Apatlaco brincando sobre enormes piedras: su cauce estaba enflaquecido.
Bajamos los últimos metros y aproximadamente a las 12:10 nos encontramos a un grupo, de sesenta personas de Xoxocotla, en su gran mayoría de hombres; entre ellos a Gaudencio Sierra, frente a una pequeña explanada vieja de cemento y piedra.
Nos acercamos y cada quien buscó un lugar para mirar mejor.
El ritual de la cueva
Yo doy las buenas tardes. Pocos me contestan. Observo a Jazmín, que me llama desde unas piedras, subo y me siento a su lado: tenemos la mejor vista para hacer fotografías.
Desde que nos encontramos en las afueras del pueblo me han identificado como alguien que no es de allí. Los hombres, más que las mujeres, me miran morenos, con sus ojos negros, con gesto duro, con esa actitud defensiva que se adopta cuando llega un extraño que no es invitado y que va a observar y llevarse cosas. Jazmín me recuerda que la familia Sierra ha aceptado que yo vaya a observar. A mí me da la impresión que pusieron a alguien, en especial, para vigilarme.
De manera discreta, abro mi cuaderno y voy haciendo anotaciones.
Hay un altar de cemento en ruinas en la raíz de un árbol. Allí se observan tres cruces pequeñas de metal y cemento con los nombres de Atlacholoaya 2018, la del otro extremo dice Alpuyeca 2007, y la de en medio, tapada por una ofrenda es la de Xoxocotla.
En la parte de arriba del altar hay árboles secos, abajo, ocho o diez hombres platican y esperan la llegada de los pobladores de las comunidades vecinas para comenzar a las 13:00, la hora ancestral.
Alrededor del altar hay habitantes de Xoxocotla platicando, a los lados, se han formado parejas y también conversan con ánimo y beben agua o refresco o fuman: hay niños, jóvenes, ancianos, mujeres mayores y chicas.
Algunos niños trepan como iguanos por entre las hojas y las piedras
En un nivel inferior está la banda de viento y un grupo de hombres fuman. Están sentados sobre una contención de piedras, más abajo está la barranca y al fondo el río.
Un adulto mayor bajito y correoso escala hasta el altar y acomoda flores sobre las cruces; también enreda un arreglo de papel de china. Va vestido de blanco y porta una banda roja sobre su cabeza blanca. Lleva una guitarra vieja en la espalda, le dicen el “Tierno”.
A las 12:20 se escuchan cerca unos cohetes, y a las 12:30 comienzan a llegar pobladores de Alpuyeca: uno lleva un bastón de mando, visten de blanco, tienen paliacates rojos en la cabeza y calzan huaraches, portan caracoles, los siguen varios hombres con ofrendas y algunas mujeres; diez minutos después llega Atlacholoaya, también con bolsas, morrales y ofrendas: llevan pollos vivos atados por las patas. Llevan también un sahumerio: el olor a copal y a pólvora de cohetes nos aprieta el olfato.
A las 12:34 suenan los caracoles, y los seis hombres piden que la gente se retire del altar unos pasos para descubrir una entrada hacia una cueva tapiada por piedras.
Gaudencio toma la palabra y advierte que lo que están haciendo no puede ser grabado: en años anteriores hubo dos personas que hicieron grabaciones y recibieron dinero del gobierno y todo el material y el recurso se les quedó a ellos, no pidieron permiso a nadie:
“Esto no es de políticos ni del gobierno; es del pueblo y en el pueblo se queda”, sentenció.
Una por una las piedras son retiradas y acomodadas a la entrada por los regidores; en 10 minutos, un agujero a ras de suelo, de aproximadamente 90 centímetros, queda al descubierto y Gaudencio se introduce para limpiar el interior deslizándose como un reptil. Los demás se quedan afuera, uno de ellos se sienta en la entrada, Gaudencio le pasa desde adentro restos podridos de ofrenda, luego sale.
Los cohetes estornudan su olor a pólvora, zumban y destrozan el silencio de cielo y la banda comienza a tocar Las Mañanitas.
Los caracoles cantan sus canciones de mar, de cloruro y de sodio.
El regidor de Xoxocotla designa a Gaudencio Sierra Corona y a Gabriel Sierra González para que entren a la cueva, y los de Alpuyeca y Atlacholoaya se preparan para entrar detrás de ellos: uno por uno, a gatas, van penetrando hacia la cueva como si entrara a un vientre materno; un familiar de Gaudencio se queda en la entrada, semiacostado, recibiendo veladoras y velas para entregárselos a quienes entraron. Así, por él van pasado las cosas que les van pidiendo, entre ellas, los arreglos o xochimamastles, el sahumerio con brasas y copal. Los pollos son la penúltima ofrenda: los meten a la cueva, luego los desatan y los arrojan al aire: los animales asustados tratan de volar y son atrapados por unos chicos. Al último introducen unos jarros y unas botellas de mezcal y tequila.
Afuera espejean las botellas de alcohol; la banda toca canciones por complacencia.
Todos estamos a la expectativa, nadie sabe qué están haciendo adentro los regidores. Afuera, somos poco menos de 300 personas.
Al lado derecho de donde me encuentro descubro a un cactus que está siendo estrangulado por las raíces de un amate. No tardará mucho en que desprendan las últimas hebras que lo sustentan y los dos caigan hacia la barranca que desemboca en el río.
A la 1:29 una corriente de aire comienza a bajar en zigzag desde arriba del altar, hace un sonido como de cascabeles con las hojas secas y se arroja hacia la barranca.
Minutos después, los regidores comienzan a sacar la ofrenda y ésta se reparte entre los asistentes, a Jazmín y a mí nos regalan un tamal: está blando y no tiene sal; se come con mole, me dice una amiga de Jazmín.
De vez en vez un grupo de danza canta una alabanza: “Estas son las flores/ que el Señor mandó/ para el cumplimiento de la obligación./ Allá en la Gran/ en la Gran Tenochtitlán…
El tiempo pasa curvo por la garganta de los atecocollis.
Alguien le grita al Tierno que se eche unas canciones. Él toma su guitarra y comienza a cantar Las Mañanitas.
Puedo apostar que no termina de entonar la última estrofa porque su voz está muy cansada y el poco aire escapa por su boca por la falta de varios dientes; sin embargo, la acaba y comienza a tocar otra y otra y otra canción: se le calentó la garganta y su voz suena potente entre el público.
Cómo estará el temporal
A las 2:49 los regidores salen de la cueva, uno por uno, a gatas. Nombran a un representante para que dé la noticia:
-El agua bajó de nivel. 40 por ciento o 50 por ciento menos de lo normal. El agua no está clara ni muy totalmente oscura. Para Atlacholoaya y Alpuyeca el temporal será espaciado, no habrá lluvias torrenciales como en otras veces; no habrá tormentas o lluvias de varios días. Habrá frío. Este temporal es para sembrar calabaza, es muy bueno para eso. Para Xoxocotla el temporal es regular, ni lluvias prolongadas ni tormentas, regular.
Los regidores piden entonces que las personas que llevan botellas de pet las entreguen. Uno de ellos regresa a la cueva, va poniendo agua en las botellas y las va regresando a quien está en la entrada, éste a su vez las entrega a un receptor que las devuelve a los dueños. Las botellas no salen llenas porque el nivel del agua es bajo. El color y la espesura del líquido son como el fermentado de cáscaras de piña.
El contenido de las botellas es vertida en los campos de cultivo (o enterrada) para asegurar buena cosecha. A decir de Gaudencio, a él nunca le ha fallado el agua.
A las 3:58 los mismos regidores comienzan a cerrar la cueva. 20 minutos después terminan. Las alabanzas, los cohetes y la banda atrancan el fin del ritual.
La fiesta continúa
Tres horas y media más tarde, la procesión saldría de nuevo de la casa de la familia Sierra, en Xoxocotla, hacia la carretera, caminaría hacia la Cruz del Encanto, acompañada por la música de la banda de viento y la explosión de los cohetes. Ahí la familia dejaría una ofrenda y, acabando, gran parte del pueblo los acompañaría danzando, con ramas verdes en lo alto, hasta llegar la iglesia, en donde concluirían con la quema de los siete toritos donados para el festejo.
La Gran Serpiente
Cerca de las seis de la tarde llegué a la casa de Gaudencio y me invitó a comer. Entré por una calle angosta donde estaban una camioneta blanca y los mismos policías vestidos de civil. Él me hizo señas con la mano y cuando llegué me tendió la mano. Entramos a un patio de tierra: varias familias que había yo visto en el cerro comían y bebían. Me dieron una silla y me acercaron un plato con carne y mole, una canasta con tortillas, una jarra de agua de tamarindo y un vaso desechable. Comí en silencio, como fotoperiodista en zona de conflicto, con la mirada en la mesa, tratando de no escuchar sus pláticas sobre cosas cotidianas. Comí, di las gracias y me retiré.
Busqué a Gaudencio, que se encontraba unos metros adelante, hablando con una persona. Le avisé que a Jazmín se le había descompuesto la camioneta en el centro del pueblo, y se había quedado esperando a un mecánico, pero los alcanzaría en la Cruz.
Ahí fue cuando me mostró los restos de piel de cascabel que había encontrado dentro de la cueva.
¿Qué es lo más raro que ha sentido adentro de la cueva? -le pregunté. Se quedó pensando un momento y me dijo:
-Hace unos quince años, de las últimas veces que entre a la cueva estábamos adentro, agradeciendo y pidiendo para tuviéramos buenas lluvias para nuestros cultivos, estaba yo de rodillas, con los ojos cerrados. De pronto, levanté la vista y vi una serpiente gigantesca, mirándome. Me quedé pasmado y acordé que la persona que me enseñó a leer las señales de la cueva me dijo que si alguna vez veía yo o sentía algo extraño, que no hiciera caso, que cerrara los ojos, porque nada de eso era real, me querían distraer de mi propósito. Y eso hice. Cuando volví a abrir los ojos la gran serpiente había desaparecido.
Nota. La selección de las fotografías y las fotografías, son cortesía de quien las firma.
Jaz Adrián y David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
Jaz Adrián y David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
Jaz Adrián y David Sierra Corona.
David Sierra Corona.
Jaz Adrián y David Sierra Corona.