La opacidad con la que se administra el Poder Legislativo no es un asunto de fallo burocrático o de displicencia, sino una intencionalidad que busca disponer libremente de cientos de millones de pesos en recursos públicos.
Ese dinero, que podría tener un mejor destino, ha sido apropiado por quienes tienen el mandato constitucional de ejercerlo con honestidad.
El hecho de que no se explique el uso que se le da a esos recursos no significa que se empleen bien, sino al contrario fortalece la creencia de que se desvían.
Incumplir las disposiciones que marca la ley de transparencia acarrea responsabilidades. Que a sus antecesores no les haya fincado no significa que los actuales legisladores estén a salvo.