Ya sabíamos que cuando arribaba un huracán a Acapulco a nosotros nada más nos llegaba la llovizna, o si era un terremoto lo más que nos afectaba era que debíamos mandar una lata de atún o un kilo de arroz en la mochila de los niños para la colecta de su colegio.
Para nosotros los morelenses los desastres naturales eran sólo para verse en televisión o en el Ipad. Cada mañana nos levantábamos, veíamos al oriente y decíamos: “Ahí está Don Goyo (Volcán Popocatépetl), nomás sacando humo pero sereno. Así quédate Goyito”.
Cuando había un sismo, los chavos se daban el lujo de tuitear: “Está temblando”, y luego decidían si se salían o permanecían en el edificio donde estaban.
Así, en nuestro paraíso sólo nos hacía desatinar que el Paso Exprés estuviera cerrado nuevamente o que apareciera un bache nuevo que no alcanzaras a esquivar. Nuestras pláticas de café eran sobre el pleito Graco-Cuauhtémoc o si el PAN aceptaría la alianza con el PRD en Morelos.
Pero todo cambió el martes 19 de septiembre del 2017, cuando el destino, la naturaleza o como usted quiera llamarle, nos jugó una broma macabra, y nos mandó un terremoto exactamente 32 años y seis horas después de aquel fatídico día.
A mí me agarró en el restaurante “Los Vikingos”. Cuando todo comenzó a moverse no dudé en bajar las escaleras y salir corriendo. Tuve la idea de encender la cámara del celular y grabar el momento para subirlo a las redes.
Sin embargo, en lugar de cesar el movimiento telúrico éste aumentaba, y ya en la calle observé cómo se balanceaba el edificio blanco que está enfrente, sus paredes comenzaron a crujir y agrietarse. Estaba seguro de que, por lo menos, la enorme antena sí se vendría abajo, así que descarté grabar.
Nuestros rostros eran de angustia, algunas personas comenzaron a rezar en voz alta mientras los cables de luz seguían –literalmente- columpiándose.
Por fin cesó el movimiento y nadie atinaba qué hacer. Todos, instintivamente, tomaron sus teléfonos celulares e intentaron infructuosamente hacer llamadas.
Luego, cada quien tomó su auto con la intención de llegar con sus seres queridos para ver si estaban bien.
Obvio, las calles se congestionaron y nadie podía avanzar hacia ningún lado, mucho menos en el centro. Los semáforos no servían y algunos vehículos hasta se metían en sentido contrario.
En mi caso, terminé refugiándome en la casa de un amigo, ya muy alejado del centro. Desde ahí me comuniqué con algunos familiares y transmití lo que pude para los medios nacionales.
Bendito Whatsapp que fue el único medio de comunicación que no se cayó.
Gracias a esa aplicación pude ver que la torre latinoamericana, (donde siempre quise vivir) se cayó encima de un camión de pasajeros.
La lógica me decía que lo peor estaría en la zona oriente, pues el epicentro decían que fue el municipio de Axochiapan. Pero estaba muy equivocado. Lo peor había sido en el municipio de Jojutla, donde quedó como una ciudad bombardeada.
“Tierra adentro, después de la una con catorce minutos, hora del terremoto, tierra adentro, llegando a Zacatepec, la chimenea emblemática del Ingenio Emiliano Zapata, apareció rota, como mordida por un dios salvaje que la hubiera trozado con los dientes y escupido”, narraría semanas más tarde la escritora y periodista Alma Karla Sandoval.
“Al caer esa mole, murieron varias personas. Avanzamos cruzando el lugar. Al dar la vuelta por una de las calles para llegar al cuartel militar y al Centro de Salud, la devastación como un venenoso aperitivo de la mirada con viviendas derruidas, techos a ras del suelo y piedra sobre piedra, viga sobre viga. “No, esto no es nada, espérese ahora que llegue a Jojutla, no se vaya a espantar”, recomendaron. “Aquí fueron unas cuantas construcciones. Allá, pues, hay más edificios”.
“El silencio. Nada más que silencio entrando a Jojutla de vez en cuando roto por las lejanas alas de dos helicópteros solitarios. Tensión que abre el paso veloz de las ambulancias con las que termina de partirse el corazón de cada uno. Militares en contingentes que avanzaban rápido, pero que miraban de un lado a otro con estupefacción; vecinos en grupos que salieron a entender lo que ocurría, a preguntar por los suyos, a correr a la casa del hermano, del tío, de la abuela, de la vecina, del compadre para ver cómo estaban. En algunos casos, el azoro les arrancaba la voz, abrían los ojos, se llevaban las manos a la frente. Algún conocido podría haber quedado atrapado”, escribió Alma Karla en su crónica que tituló “Casi el epicentro”.
Yo regresé a la casa en la noche. Sin agua ni energía eléctrica. Lo peor: sin internet.
Cargué en el coche el celular y así pude –con el internet del teléfono- mantenerme informado de lo que estaba ocurriendo en la ciudad de México y en los diferentes municipios de nuestro estado para tener un panorama completo y así comentarlo a algunos medios de habla hispana que solicitaron mi opinión.
Esa noche cambiamos nuestros hábitos de seguridad. En lugar de cerrar con doble cerradura la puerta de la casa la dejamos lista para salir corriendo en caso de una réplica. Pero casi nadie podía conciliar el sueño. El recuerdo de lo que pasó, ese sonido tan singular de cuando crujen los edificios, se repetía en mi mente una y otra vez.
Al otro día hice un recorrido por la ciudad. Había bardas caídas y edificios con una cinta amarilla o roja que advertía el peligro de derrumbes.
Pero lo más impresionante era la expresión de la gente. Todos estábamos aterrorizados y hasta muchas semanas después seguíamos sintiendo que estaba temblando aunque sólo era nuestra imaginación.
No, ya nada es igual después de ese fatídico martes 19 de septiembre de 2017.
HASTA MAÑANA.