Algo así, no tenemos la nota a la vista, pero fue agradable luego de encontrarnos con levantados, encobijados, casas de citas con vecinos molestos ignorados, muerte tras muerte sin encontrar a los responsables y promesas, más promesas de los nuevos mesías de la descompuesta, y en estado de putrefacción, política local.
No hay necesidad de consultar a expertos para preguntar por qué el aire y el agua de Cuernavaca tienen calidad. Son sus barrancas que con el descuido y el abuso de mucha gente, sobreviven como los pulmones sanos de nuestra capital y sus alrededores. ¿Hay que aplaudir a las autoridades? En este caso, sí. ¿Por qué no? Aunque la ceremonia no entró en los medios de comunicación, que si lo dicen se desmienten tácitamente, lo leímos aquí en La Unión de Morelos, porque en el reconocimiento de la unidad verificadora que contrata Profepa, tuvo que haber soportes técnicos que no admiten fallas y una continuidad en los trabajos de campo, verificando las condiciones del ambiente.
Por obvias razones el tema de la basura tan tocado últimamente, entra y sale bien librado. No nada más son los 29 millones menos anuales que gastan a que el servicio lo prestara la banda de PASA, sino que la tarea de las calles son un porcentaje del reconocimiento a la calidad del medio ambiente de nuestra ciudad capital. Sí, hay muchos vehículos circulando que emanan gases que agravan la contaminación, pero tenemos una maravilla de barrancas que pueden con eso y la irresponsabilidad de los que descargan directamente en ellas. Las áreas que tengan que ver con estas cosas, deben ser reconocidas, porque no sólo hay que contarse las noticias malas o las que en apariencia lo son, también estas, que halagan y hacen sentirse bien.
Existe una realidad: Cuernavaca es certificada por su medio ambiente, y en ello tiene que ver con su calidad de aire, su calidad en el agua potable y, sin duda, su calidad en el servicio de la basura que aunque esté abandonado y buscando la generación de un octubre rojo del 2006, fue tomado por manos responsables y hábiles, y jamás se vivió una contingencia. De manera natural, los empresarios arbitrarios regios no pueden regresar, y si oficialmente están evaluando bien a la ciudad en los servicios especiales, sobre todo los que permitan respirar y usar agua de calidad, es que nuestras barrancas tienen menos basura, otra prueba que en lugar de arrojarlas desde los vehículos, las colocan en bolsas negras fuera de su domicilio.
¿Quién no recuerda las escenas aquellas que desde autos en circulación, a cada integrante de una familia le daban una bolsa para arrojarla a la barranca más cercana? Penoso y grave. Los que no conocen las barrancas deben ir a ellas, hay forma de recorrer el paseo ribereño a partir de dos puntos que convergen, corta la distancia pero otro clima, impresionante, de maravilla. Es entre el parque Porfirio Díaz y el puente de los lavaderos en Carlos Cuaglia y Guerrero.
El que escribe se siente parte de ello, no sólo por nacer en la ribera de la barranca de Amanalco, sino por haber bajado a principios de los 90’s con las brigadas de la entonces Alianza de Barrios y observar con tristeza que colchones, refrigeradores, comedores y mucha porquería se amontonaban sin dejar pasar el agua desde el puente del diablo hasta Rufino Tamayo. Impresionante. Uno de los jefes de esas brigadas voluntarias fue Alberto Perches Hernández. Se hizo una tarea que obligó a que llegando el extinto y siempre bien recordado Alfonso Sandoval Camuñas a la presidencia de Cuernavaca, se hiciera el paseo ribereño, a idea expresa de un consanguíneo del que escribe que pudimos acompañar en la primera incursión oficial, porque esa barranca la conocimos, lejos del mundanal ruido (a unos cuantos metros arriba, pero por dios que no se oía nada) desde el puente de Amanalco hasta el puente del diablo, brincando piedras, echándose en pozas medio hondas y aventando en las bolsas de mandado --con respiraderos, claro—tortugas grandes, medianas y dejábamos las chiquitas, además de un animalito que de tan conocido era como “carnal”: el cangrejito barranqueño, que con gusto sabemos no está extinto.
Por ello es que felicitamos a los empleados y funcionarios municipales que hacen posible esta certificación, a los vecinos de las barrancas que han cambiado actitudes y ponen las cosas en su lugar y, claro, nos honramos en presumir el ver la primera luz a unos metros de una barranca histórica, y seguramente escuchar los bramidos de aquellas “crecidas” que nunca se acercaron ni a dos metros del nivel con el campo y las calles, de tan profunda que es, digamos, la de Amanalco. Cuando en Cuernavaca caían aguaceros torrenciales de noche y el sol bañaba desde el amanecer hasta entrada la tarde que se nos dejaba venir el primer chubasco, para dar paso a los arcoíris que encontrábamos en cualquier pendiente de la ciudad.
No es nada más sentimiento por Cuernavaca, implícito está también el derecho de nacer y permanecer en ella, junto con el conocimiento pleno de sus arterias, caminando sus barrancas. Hay muchas cosas más, por ejemplo el origen que da identidad, identidad que genera obligación, obligación para no permitir que a la ciudad la vejen, ni propios y menos extraños. Allá aquel gobernante municipal, estatal o federal que lo intente sin consulta con los que son dueños de esta tierra, de su aire y de sus parte de abajo, sí, esas, las aguas que corren por sus barrancas, todos los habitantes de esta capital.
Al que no crea esta magia que se pare en la parte baja del puente de Amanalco para que sienta el aire de las barrancas, que lo haga en el Porfirio, en El Salto, que cierren los ojos y sientan que Cuernavaca es un privilegio y su naturaleza riqueza incalculable, a nadie le duele más perderla que a los naturales, a los “de nación” y si se es barranqueño, ni se diga.
Y los volvemos a felicitar porque, normalmente, hay más pendientes de saber quiénes y de a cómo pudo ser la trácala, que regocijarse por algo que pocos en Cuernavaca se pueden dar el gusto (y los que no lo hacen es porque no lo han intentado, ya les dijimos cómo, corriendo al paseo ribereño) de sentir el aire de sus prodigiosas barrancas. Ni hablar para los que traen una nube siempre sobre su choya: Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera.