La llegada de un gobernador, dependiendo de las circunstancias políticas, implicaba la reconciliación entre las estructuras sociales (sin importar las ideologías partidistas), así como cambios fundamentales para la conducción social a través de nuestras instituciones, más allá del trastrocamiento de la lógica del sistema que durante siete décadas operó el PRI. Ello implicaba la creación de un nuevo marco para la actividad política y gubernamental. ¿Cuáles han sido los cambios? Desglosemos.
El cambio es una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica son distintos a lo largo y ancho del mundo. El cambio ha resultado traumático para determinados sectores morelenses, tal como lo percibimos durante el sexenio anterior. El cambio entraña incertidumbre, aunque es necesario precisar que existe una enorme diferencia entre la zozobra de un mexicano en las transiciones gubernamentales, que la incertidumbre de un europeo o un norteamericano. Aquí se experimentan prolongados periodos de retroceso e ingobernabilidad, mientras en países democráticos solamente cambian las condiciones en que las personas llevan a cabo sus actividades, pero no el marco de referencia que establece las reglas básicas de su interacción y de su relación con la autoridad. Cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto.
Dicho marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes confieren, a la certeza de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de saber que su sobrevivencia no está de por medio. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano.
En nuestro país existen dos méxicos: el dogmático, del cual emana el marco teórico de la norma, y el real, manipulado al antojo de los poderes fácticos nacionales. De tal dicotomía surgen frecuentes tensiones para los grupos sociales, dificultándose la interpretación de nuestros derechos, entre los que ocupa un sitio preponderante el acceso a la información. Lo anterior es la posibilidad que tiene cualquier persona de conocer lo que hacen el gobierno y las instituciones utilizando recursos públicos. Los ciudadanos pueden preguntarles y aquellos deben responder con la información que se les exige.
De igual manera, se tergiversó el sentido de la función pública: para los ciudadanos es una caja de pandora caracterizada por el enriquecimiento inexplicable, aunque la teoría señala que es un conjunto de tareas desempeñadas por gente que trabaja en el gobierno acatando cierto marco legal. Informar a la ciudadanía respecto a la forma en que son aplicados sus impuestos es obligación de los funcionarios públicos. Empero, la realidad es distinta, con obesas burocracias donde únicamente se entienden quienes hablan el lenguaje de madriguera.
El escenario, pues, no es halagüeño, pero los mexicanos y los morelenses hemos dado pasos importantes hacia el mejoramiento de la función pública. Uno de gran trascendencia fue la creación del Instituto Morelense de Información Pública (IMIPE), cuyo presidente, Eleael Acevedo Velázquez, rindió ayer su último informe de labores ante representantes del Congreso local, ámbito legislativo en el cual, dentro de unos días, los diputados decidirán si reeligen a dicho personaje o lo sustituyen. En lo personal, yo estaría por la ratificación de Acevedo Velázquez, quien en reiteradas ocasiones ha patentizado su objetividad y neutralidad, aunque algunas mentes perversas afirmen lo contrario. Sólo una acción retrógrada podría darle al traste a los resultados positivos del IMIPE obtenidos durante el periodo de Eleael quien, por cierto, ha buscado sobremanera “blindar” a la institución frente a los ataques de quienes sistemáticamente se oponen a la cultura de la transparencia, la rendición de cuentas y el acceso de la sociedad a la información pública. En fin. La moneda está en el aire.