Los ecólogos y matemáticos nos proponen que la Humanidad se acerca a un colapso por el cambio climático y casi todos estamos de acuerdo en que dependemos mucho del balance de los ciclos globales del agua y del carbono. Pero, casi nadie analiza dónde están los procesos que regulan estos balances. Aquí se propone que un factor dominante es el patrón de consumo de alimentos, sean vegetarianos o carnívoros y, por lo tanto, necesitamos entender las relaciones culturales y políticas de las dietas con los sistemas de producción.
Antier visité la magnífica exposición fotográfica sobre la Amazonía, montada en el Museo Nacional de Antropología por Sebastián Salgado y Lélia Warnick. Quedé impactado por la belleza de la selva y sus pobladores, pero, muy preocupado por las amenazas de los rancheros de la soya y el ganado, quienes están carcomiendo ese tesoro mundial.
Meses antes vi el documental “Somos lo que Comemos”, dirigido por el Dr. Christoph Gardner, de la Universidad de Stanford, el cual indica que la dieta vegetariana (sólo verduras) es mucho más saludable que la dieta omnívora (carne y verduras). Añado el documental de Dan Buettner sobre las comunidades con muchas personas de más de 100 años (Icaria, Grecia; Cerdeña, Italia; Nicoya, Costa Rica; Loma Linda, California, y, Okinawa, Japón). Su factor común es el predominio de la dieta vegetariana con muy pocos ingredientes de proteína animal. Aparentemente, esta longevidad está relacionada con la calidad de los microbios intestinales, mucha más diversa en la dieta vegetariana que en la carnívora.
Así mismo, la producción industrializada de la proteína animal (leche, huevos, carne) está asociada con la sobre explotación y agotamiento de los mantos freáticos y la invasión de la selva amazónica para producir soya y maíz para el ganado. Esto se documenta en las películas: “El Sistema de la Leche” y “Cuando los ríos se secan”.
Si juntamos las piezas de este rompecabezas, el factor dominante es el aumento explosivo de la demanda de proteína animal porque la propaganda comercial nos ha persuadido que la dieta rica en proteína animal es muy superior y más prestigiosa que la dieta vegetariana. Casi todos pensamos que la dieta de tortilla y frijol es una dieta para los campesinos pobres que alcanzan a comer pollo sólo una vez por semana. Pero, si se hace el balance detallado de los aminoácidos esenciales, veremos que la ingestión de 600 g de maíz y 50 g de frijol proporcionan el mismo balance que una dieta basada en hamburguesas y papas fritas. Las pequeñas deficiencias de la dieta mexicana se pueden superar con la ingestión de un poco de cacahuates o de nueces. Lo que sí resulta indispensable es el consumo frecuente de verduras y frutas frescas para obtener vitaminas, antioxidantes y prebióticos, compuestos que alimentan a los microbios benéficos como son diversas bacterias lácticas intestinales.
Durante mi último año de licencia sabática he presenciado y estudiado cómo una pequeña organización, llamada Magueyal, Sujeto y Comunidad, A. C., está promoviendo los huertos familiares sustentados por el reciclamiento del agua de la lluvia en el Alto Mezquital, donde no hay irrigación y el agua es muy escasa. Aquí los huertos familiares proporcionan las verduras frescas y los frutas que serían muy caras por medio de los sistemas comerciales convencionales.
Estas observaciones apoyan la idea que las redes de producción agrícola y pecuaria están movidas por los patrones de consumo de los centros urbanos. Si el consumo de proteína animal es el factor dominante, se eleva mucho el consumo intensivo del agua y la generación de gases de invernadero (dióxido de carbono y metano). Si este consumo es moderado o bajo, disminuye la demanda de granos y la presión por los escasos terrenos fértiles. Bastará recordar que la mitad del maíz que importamos se dedica a la producción de animales domésticos y un cambio de dieta reduciría nuestra dependencia alimentaria de los EUA.
Todo esto me hace proponer que, para enfrentar el cambio climático y las amenazas del comercio proteccionista de EUA, tendremos que repensar nuestra dieta. Si es rica en proteína animal, va a crear una demanda que acabará con el agua disponible para la agricultura básica, y promoverá la acumulación de dióxido de carbono, acelerando el cambio climático y aumentando nuestro déficit alimentario. Eso me lleva a sostener que la dieta que escojamos nos puede acercar o alejar del fin del mundo.