“El paisaje, la figuración y la abstracción aparecen no como espacio, sino como vibración cromática. En una imagen inmensa y simultánea rescata todas sus iconografías personales, ésas que llevadas a este excepcional entorno descubren también su sentido más universal y acaso la persistente sencillez de las mismas viejas ideas.”
Poeta, ¿qué haces en las ruinas
de la catedral de San Juan,
en este cálido día de primavera?
Czeslaw Milosz
«Huir de la repetición es privilegio del arte —decía Paul Cezánne—, mientras que cada artista encuentra su camino». La obra de Blanca Rivera (Aguascalientes, México, 1960) parece cambiar constantemente. En los años noventa, cuando se dio a conocer, lo hizo con una serie de litografías de gran formato, pobladas por figuras en cierto sentido surrealistas, muy arraigadas a una cierta tradición africana.
En la década de 2000 a 2010 un proceso de semiabstracción de esas primeras imágenes las corvirtió mediante gestos en ojos, espirales y figuras que llevó hasta sus límites estéticos, gráficos y pictóricos. Las formas tensas y retorcidas, convulsas siempre, expresan movimiento contradictorio, sin buscarlo, pero que siempre llega. Conjunción poética y plástica. Quizá un mismo significado. El dinamismo de los movimientos de su trazo y su concepto desaparecen para favorecer unos nuevos espacios densos y flotantes. En realidad, su proyecto artístico se constituye como una de las serias y originales propuestas artísticas no sólo de su estado natal sino del mundo de la gráfica en México.
Rivera parte de su experiencia como espectadora y creadora de arte para despertar nuestra conciencia de percepción y sumergirnos literalmente en el interior de sus trabajos. La pintura, la poesía, la literatura permiten que incorporemos a nuestra experiencia la intimidad que la artista ha construido y formalizado en su obra. Un mundo poético e inédito que son la prefiguración de un lenguaje. Forma es equilibrio. Esto significa transmutar la complejidad en sencillez; es decir, ganar sentido estético, llevar el discurso pictórico a lo más sencillo, a lo esencial.
Escribió Wislawa Szymborska:
Pensabas que el que deserta de la vida vive en el desierto,
y él, en su casita con jardín
en un alegre bosquecillo de abedules
a 10 minutos de la carretera
por un sendero señalizado[1].
Como dice la poeta polaca, hay que buscar el destello no sólo del desierto sino de la vida. Metáfora sorprendente. Y la obra de Rivera es eso: lo ilimitado contradice todos los límites; es decir, nunca culmina, siempre está en una evolución sin regreso. En algunas de sus obras como El vaivén de la vida, Son juegos, El viento va y viene Rivera continúa su línea de reflexión sobre el contexto surafricano del cuerpo y, mediante el uso de un imaginario poético y surrealista, expone una narración no exactamente lineal que surge a partir de una historia real, pero al mismo tiempo, muy personal, que la artista va cambiando constantemente; la influencia de William Kentridge es clave, no como seguimiento sino como aprendizaje. Un regreso a lo desconocido. Son interesantes los esqueletos, las vísceras, los vegetales, piedras… Es un signo de un arte en cambio constante. Espacio sin nombre, sin cuerpo definido.
Su pintura, dibujo y gráfica entendida como experiencia radical del arte: el arte se configura a través de signos, imágenes, gestos, pero siempre formas desde cualquier punto de vista que nos devuelven a las ensoñaciones de paisajes desconocidos, al ilusorio e idílico paisaje del que habla Szymborska y a la fascinante redundancia cromática de África. Una obra que para afirmarse necesita recuperar su dimensión matérica, la palpitante verdad de la materia orgánica, en una evolución que pigmentos, objetos y azarosas sobreposiciones insinúa contra la intencionalidad del mismo artista. Blanca Rivera, como Kentridge, Miquel Barceló, Terry Winters, Per Kirkeby construyen un singular mapa personal donde se confunden los ecos de Altamira y el río Niger. Aprendizaje velado y descubierto que se vuelve punto suspensivo. El paisaje, la figuración y la abstracción aparecen no como espacio, sino como vibración cromática. En una imagen inmensa y simultánea rescata todas sus iconografías personales, ésas que llevadas a este excepcional entorno descubren también su sentido más universal y acaso la persistente sencillez de las mismas viejas ideas. Con la conciencia del propio destino y la certeza de un diálogo íntimo con al arte contemporáneo y con esas otras intervenciones que impregnaron la sed del aliento de aquella contemporaneidad que ya es historia: Gaudí. Vértigo lúcido. El color que impregna cada una de sus piezas se convierte en poderosa perturbación. Alejada del garabato y la geometría, su línea es tiempo detenido, enigma lleno de emblemas. Blanca Rivera quiebra esas formas sobre las que aplicará generosamente el color, trabaja con sus manos y su memoria, desgrana la iconografía que enmarcará, por ejemplo, su litografía Ruta del alma.
Lleva la expresividad de un lenguaje y una técnica a límites inéditos. Arranca a la materia nuevos registros simbólicos, la agrieta y golpea, la coce hasta obtener de la arcilla las texturas rugosas de la tierra. Dibuja con las manos hasta perder las huellas de los dedos. «Esto que ven mis ojos es la máxima expresión del delirio», dice Cees Nooteboom[2]. Se vierte prácticamente a sí mismo en ese lienzo colosal que revela «la transmutación del fango en rostros y cuerpos». Así ha materializado Rivera su discurso gráfico del cuerpo y de los iconos que lo recrean. Toda la visceralidad y los rasgos más sutiles de artista de los paisajes y los mares casi tangibles o el eco profundo de las raíces mediterráneas están ahí presentes: lo uno y lo otro. ¿Conciencia de cambio?, se preguntaba Baudelaire. Conocimiento sensible de la materialidad del mundo; de la poesía, de la belleza del cuerpo, de la infinidad del mar, de la inconstancia de la piedra, del movimiento del viento, de la fragilidad de la materia, del instante de la luz. Y con ello, la pintura de Rivera está en este paño árido y hermoso en el que el cuerpo humano tiene el mismo color y reinventa la consistencia de la tierra que gime agonizante la herida de su sequedad. Dice Octavio Paz:
Alquimia sobre la página:
desnuda la idea encarna.
Jardín de líneas, girasol de formas:
Adja dio en el blanco de Blanco[3].
En este juego de imágenes, Paz en su poema «Acróstico» descubre el secreto de la línea que encarna en cualquier objeto, en cualquier sentido. Es ahí donde el dinamismo vertiginoso de los rostros y los torbellinos de la obra de Rivera se encuentran. Se vuelven uno. La riqueza cromática de sus amarillos, grises, ocres o azules, las calaveras, las piedras y las lenguas de tierra fangosa deslizándose más allá del límite del rectángulo, Rivera hereda una tradición que ha hecho de la memoria su memoria y de su tiempo el protagonista, la tradición de Rembrandt y de Degas, la de Joan Miró hasta Rufino Tamayo y José Luis Cuevas. La materia carnal de Rembrandt, la mirada penetrante de Degas, la explosión de signos y grafías de Miró, el colorismo de Tamayo y la línea sutil de Cuevas. Por encima de un eventual orden de lo ideal, su mirada contrasta con el muro como se confronta la realidad cotidiana, y ésta se nutre de la belleza, de la memoria y del juego de los sentidos. Fantasía literaria, se trata en definitiva de una evolución creativa en cambio constante. «El orden —dice Octavio Paz— es economía; la sensualidad es gesto vital; uno es proporción visual, la otra es oscuridad». Y esas devastaciones Rivera las conoce y en cierto sentido las ha conquistado. El dibujo no se queda atrás respecto a la gráfica, al lienzo, que es todo de una coherencia única, inédita, sorprendente. Delirio total de la imaginación. Se podría decir, como afirmaba Kurt Badt acerca del conjunto total de la obra maravillosa de Paul Cézanne, que en cada época creativa de Blanca Rivera su espíritu llega a expresarse de la forma más pura.
*Texto del catálogo de la exposición Blanca Rivera. Obra reciente que se exhibirá en la Fundación Sebastián a partir del miércoles 2 de abril del 2014.
[1]Wislawa Szymborska «La ermita»,en El gran número. Fin y principio y otros poemas, Hiperión, Madrid, 2008
[2]Cees Nooteboom, El enigma de la luz. Un viaje en el arte, Editorial Siruela, Madrid, 2007
[3]Octavio Paz, «Acróstico», en Los privilegios de la vista, 1. Arte moderno universal, t. 6, Fondo de Cultura Económica, México, 1997