Con autorización de Editorial Océano, presentamos para los lectores de “Bajo el volcán”, un adelanto de la novedad editorial.
Ya para las doce del día de ese diecinueve de septiembre Roberto Figueroa había confeccionado un relato verosímil, capaz de satisfacer a sus inquisidores, ante todo a Marco Tulio Aldama, el agente del Ministerio Público encargado de investigar la muerte de Esperanza. Desde las primeras preguntas lo impresionaron los titubeos del viudo. Seleccionaba las frases como si suturara con ellas un agujero doloroso. Pudo ver el esfuerzo con que buscaba la coherencia. Había subido la escalera, le dijo a Aldama. Se interrumpió, la voz a punto de quebrarse. Lo vio absorto en las pequeñeces: los dibujos de la taza, una abolladura en el plato. Buscó el amparo del café. Había subido la escalera tratando de no hacer ruido porque no quería despertarla. Últimamente su esposa se había vuelto muy sensible, despertaba por cualquier cosa y luego le costaba volver a dormirse. Así que dejó a Gabriel en esa misma cocina donde se encontraban ellos dos, y subió con gran cuidado, ahogando el sonido de sus zapatos contra los escalones.
—¿Por qué estaba aquí el señor Gabriel Figueroa?
El viudo movió la cabeza. Le temblaban las manos:
—Gabriel es mi hermano. Vive con nosotros desde que Esperanza y yo nos casamos.
Se anticipó a la siguiente pregunta:
—Siempre hemos sido muy unidos, nos quedamos huérfanos desde muy chicos. Conocimos a Esperanza y a Fito casi desde entonces. Su mamá era prima de la tía que nos crio.
—¿La señora y usted eran primos?
El viudo asintió:
—Primos lejanos. Hemos vivido los tres juntos toda la vida. Dejó de hablar, entristecido. Aldama no quería ser rudo con él, pero tantos rodeos lo impacientaban.
—¿Qué pasó anoche?
Roberto tomó la taza como si buscara un refugio. Podía contar los hechos sin contradecirse, pero sólo hasta cierto punto. Luego todo se llenaba de sangre. Su cabeza parecía ocupada por tres palabras que no acababa de asimilar. Con trabajos lograba distraerse: se servía café, respondía a las preguntas; luego volvía a mirar al agente y las pensaba de nuevo, con gran esfuerzo, como si estuvieran en un idioma desconocido, que no sabía pronunciar: se murió Esperanza. Había subido la escalera. Recordaba la oscuridad de la recámara pero no conseguía atrapar los detalles. No podía explicar cómo se había dado cuenta de que estaba pisando un charco, ni el desconcierto de esos primeros segundos, cuando rechazó la idea horrible de estar caminando sobre un vómito. Al fin consiguió prender la lámpara. La imagen de una masa sangrienta de la que escapaban desordenados mechones rubios no se le iba a olvidar nunca. Su cara se endureció para contener las lágrimas. Aldama se acercó un poco, pues costaba trabajo entender sus palabras:
—Usted no sabe cómo era mi mujer: una preciosidad. Desde que era una niña de trenzas. Su cabello dorado, esa ráfaga que flotaba tras ella cuando andaba a las carreras... ¿Por qué dejó que se le llenara de coágulos? –se tapó la cara con las manos y dejó de hablar.
Aldama estaba encendiendo un cigarro, pero hizo una pausa para mirarlo. Escuchó su respiración irregular, vio su esfuerzo por controlarse: la tensión en los dedos engarruñados, la espalda encorvada. Por fin volvió a alzar los ojos, tratando de olvidar los ruidos que venían del piso superior: dos peritos se afanaban en la recámara, tomaban fotos, determinaban la posición del cuerpo, buscaban objetos derribados, examinaban una mancha sangrienta en la pared.
—Tiene usted razón, señor Figueroa: ¿por qué no se habrá recogido el pelo? El viudo se talló la frente, inseguro.
—Se lo cuidaba mucho. ¿Cómo voy a saber lo que estaba pensando? Yo jamás creí que fuera a suicidarse.
Hizo una pausa porque otra vez le falló la voz. Aldama le explicó con mucha paciencia:
—Las mujeres rara vez se pegan un tiro. Casi todas prefieren otros métodos: la mayoría se toma una dosis excesiva de algún medicamento, otras averiguan cómo preparar veneno en su propia cocina. Se dice que buscan preservar su belleza aun en la muerte. El caso de su esposa se aparta de lo común.
Roberto movió la cabeza, incapaz de responder a ese alarde de erudición forense.
—Le gustaba dormir con el pelo suelto, después de cepillarlo. Nunca hubiera dejado que se le ensuciara de esa forma.
Apretó los ojos, agotado.
—Tal vez ese gesto fue parte de su destrucción. ¿Cómo voy a saber?
Entre los mechones mojados de sangre había trozos de masa cerebral. Uno de los ojos seguía abierto, mirando con una expresión de dolor que él conocía. Por una pequeñísima rotura del zapato, que hasta entonces no había notado, se filtraba un poco de sangre en su pie izquierdo, que se encogió sin pedirle autorización para escapar del contacto. Quiso taparla con la colcha pero la soltó al mojarse de sangre. En la mano, en las sábanas. Quiso rechazar la idea de que ella no podía tener tanta sangre en el cuerpo y salió corriendo al pasillo, llamando a gritos a Gabriel. Desconoció el sonido de su propia voz. Volvió a gritar tratando de que se pareciera a su voz de todos los días. Nunca pudo recordar qué palabras usó además del despavorido nombre repetido muchas veces. Su hermano menor siempre lo había protegido. Su hermanito. Pero ninguno de los dos sabía vivir sin Esperanza.
La cocinera, Delfina, una mujer de unos cuarenta y cinco años, de largas trenzas atadas con listones detrás de la espalda, dormía en un cuarto al fondo del jardín. En algún momento de la noche oyó ruido en la casa. Le pareció que alguien gritaba, pero como no le tocaron se volvió a dormir. No podría decir cuánto tiempo después la despertó el timbre que usaban para llamarla desde la cocina; se vistió a la carrera y fue a ver. Gabriel y Roberto se habían refugiado ahí, incapaces de regresar al cuarto de Esperanza. No podía reconstruir esos momentos con exactitud, pero al fin salió corriendo para avisar en la casa de junto, donde vivían Fito y su esposa Eva. Cuando regresó a la cocina, Roberto estaba buscando el directorio para llamar al Ministerio Público. Esa llamada desencadenó otras; al poco rato tocó la puerta el doctor Pérez Amezcua, un amigo de la familia que había atendido a Esperanza desde el accidente y venía a tramitar el acta de defunción, aunque al poco rato llegó el médico legista. Claro, le aseguró a Aldama, Roberto le podía dar el número de teléfono del doctor Pérez Amezcua si quería hablar con él.
—¿Usted tiene llave para entrar por la puerta de la cocina?
—No, la dejamos pegada, porque estamos entrando y saliendo todo el tiempo: mírela. Anoche, cuando me fui a dormir, la dejé como siempre: cerrada, pero sin llave.
—¿A qué hora vio por última vez a la señora Esperanza?
—Después de cenar. Platicamos un rato antes de que se subiera.
—¿La notó triste, preocupada?
—No. Estuvimos calculando cuándo van a nacer los gatitos de la Griselda, porque mi sobrina se quiere llevar uno.
—¿La señora había tenido algún problema en los últimos tiempos?
Delfina se encogió de hombros.
—Nada del otro mundo. Andaba en mil cosas, era una persona muy ocupada y muchas veces lidiaba con asuntos difíciles, pero estaba acostumbrada. Ya hasta caminaba mejor.
Aldama arrugó la cara en un gesto inquisitivo.
—¿No le habían dicho? Hace como dos años tuvo un accidente y quedó mal de la columna. Pero ya se estaba recuperando. Por lo menos anoche la vi bastante bien.
—¿Sabe si se peleó con su esposo? ¿Tenían problemas de dinero?
Delfina negó con la cabeza.
—Se llevaban muy bien. Él la adoraba, nunca vi que le llevara la contra.
—¿Y ella?
Delfina levantó las cejas y sonrió, como si jugaran a las adivinanzas.
—La señora Esperanza era otra cosa. No le voy a decir que no quería al señor. Pero él no le aguantaba el paso.
—¿Mucha vida social, muchos amigos?
—Ése más bien es Gabriel: él sí es muy fiestero. Así es el ambiente del cine. Roberto es más callado, y también muy simpático. Siempre se han divertido mucho juntos.
—¿Entonces? No me diga que no tenían problemas.
Delfina torció la boca.
—Tampoco le voy a decir eso. En tantos años que llevo aquí he visto de todo. —¿Ella lo engañaba?
Delfina rascó una manchita del mantel y lo pensó un poco antes de contestar. Era una mancha oscura, rojiza.
—No, ella no lo engañaba. Él supo todo. Si una vez el otro hasta vino a gritar aquí.
Aldama le pidió otra taza de café para no dar demasiada importancia a la revelación.