“La obra de Mario Orozco tiene una fuerza extraña y sorprendente. El silencio del motivo y la profundidad interior de la mirada son una sola. Formas provocativas que sugieren silencios perpetuos...” Miguel Ángel Muñoz.
La figura de Mario Orozco Rivera (Ciudad de México, 1930-1998), es y será difícil de interpretar. Vivo era él quien con su existencia daba sentido a su obra pictórica de caballete y, sobre todo, de su producción como muralista (hay que recordar su participación en el mural del Polyforum Siqueiros, La marcha de la humanidad).
Era un mundo en transformación continua, complicado de encasillar en un sitio concreto. Universo abierto, objetos e imágenes que, en un proceso de abstracción, se convirtieron en nuevos arquetipos poéticos.
Mario Orozco Rivera Ingresa a los 22 años a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado "La Esmeralda", teniendo como maestros a Manuel Rodríguez Lozano y a Carlos Orozco Romero.
En 1953 realiza su primera exposición individual en el Círculo de Bellas Artes y para el año de 1954 gana el Premio al mejor alumno de la escuela de pintura y escultura. Y casi al paralelo la revista Art News lo incluye entre los diez mejores pintores jóvenes de América.
En 1956 se convierte en maestro de pintura en la UNAM, después se cambia a Veracruz en donde se vuelve maestro de tiempo completo en la Universidad Veracruzana y funda el taller en esa universidad. Y para 1959 es invitado a la "Primera Bienal de Jóvenes en París".
En 1966 es invitado por David Alfaro Siqueiros para ser jefe de su taller en Cuernavaca. Orozco Rivera realizó un tríptico mural en el cubo del acceso principal de la Facultad de Medicina Veterinaria de la Universidad Veracruzana, titulando a cada parte del tríptico como: La lucha por la existencia y la creación en la naturaleza, La ciencia veterinaria integrada a la vida social yCaballo en disección. Realizado en acrílico sobre planchas de concreto, en el cual, colocó elementos temáticos.
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Sin su presencia física, su obra hay que volver a mirarla con ojos propios. En su trabajo y en su actitud había mucho de los grandes temas del arte o de la pintura de este siglo.
En una de mis últimas visitas a su estudio -donde lo visité con mucha frecuencia durante casi más de seis años. Nunca olvidaré que él fue el primero en darme unos dibujos para ilustrar mi revista Tinta Seca-, en la calle Santísimo en San Ángel, allá por 1998, meses antes de fallecer me decía:
"Mira Miguel Ángel, no soy un artista triunfador, sino un luchador. Mi campo de batalla es y lo será hasta el día en que muera, el andamio y el caballete. Tengo mucho por hacer, por comentar, y desde luego, por pintar. Ojalá tenga vida para crecer más como hombre y como artista".
Y no parece que en el mundo exterior, a Orozco Rivera, estos temas lo llevarán por un camino fácil de resolver. Es decir, uno fue su coherencia con un sano rechazo al mundo intelectual y artístico mexicano. Que no fue lo mismo que los placeres de la vida. Otro tema es el de banalizar el arte, esto es, quitar la esencia misma del creador. Ambos conceptos múltiples y que él parecía concluirlos en una exacerbada oposición.
He observado con cierta perspectiva, gran parte de su obra, donde reflejaba la búsqueda por encontrar los marcos formales más adecuados para representar la realidad en la que se hallaba inmerso: ese mundo expresivo- figurativo, que por cierto, no está dominado por el prejuicio nacionalista de promocionar únicamente la cultura autóctona, sino la cultura en general.
En todo caso, se encuentra enraizado en una reflexión artística de finales de siglo, al menos en la corriente "nacionalista" a la que sin duda alguna pertenecía Mario, que está ligada de forma inevitable a su obra plástica y poética. Una pintura que no pudo olvidar la influencia geométrica de David Alfaro Siqueiros, de Jackson Pollock y la fuerza expresionista de José Clemente Orozco.
Y sin embargo, la obra de Mario Orozco tiene una fuerza extraña y sorprendente. El silencio del motivo y la profundidad interior de la mirada son una sola. Formas provocativas que sugieren silencios perpetuos, como en algunos de sus cuadros: El balcón; Madre con hija; Hijo con padre muerto; Retrato muerto, entre otros.
Aunque en su taller encontré diversos cuadros que me llevaron a pensar en su afinidad con el surrealismo; en una clara tendencia metafísica, y de un manejo del color extraordinario, cuyo elemento primordial, se entablaba en el constante diálogo con los elementos técnicos poco explorados, con el delinear de la sombra y el traducir el dibujo como puente comunicativo con la pintura.
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Por otra parte, la propuesta estética de Orozco Rivera en algunos casos puede resultar críptica. Al menos, requiere más esfuerzo de interpretación que intervención intelectual de lo que nos sorprende a simple vista.
Todo es real y todo es irreal. Un juego poético que tuvo su discurso estético a lo largo de más de cuatro décadas creativas. El espectador es sorprendido en secreto. El juego es el reflejo exterior e interior de toda su producción pictórica.
Es, no obstante, perpetuamente extraño, de una manera total de concebir su imagen fugaz. En esa fuerza reversible, conforme y se conforma el espacio de Mario Orozco Rivera, que después de su muerte es necesario revalorar y comprender la amplitud de su obra. Dos de los demonios que Mario odiaba fueron: la pintura anti-estética y la mediocridad artística.