Por eso, al estar aquí esperando mi muerte dentro de este campo rodeado por grandes muros y alambradas, sin la posibilidad de sobrevivir, y acompañado por una población humana que va mermando día con día, añoro mis anteriores vivencias y extraño, con una tristeza inenarrable, cuando el mundo era diferente, cuando teníamos una libertad no sensibilizada, pero que nos permitía recorrer la mayoría del orbe sólo con un pasaporte y sin visa.
Cuando podíamos decidir nuestro futuro sin mucho pensarlo y éramos, por ello, los artífices y responsables de nuestro destino. Cuando podíamos convivir con cualquier persona tan sólo con recordar no hacer a los demás lo que no queríamos para nosotros o cuando aún con todo en contra, salíamos adelante y proseguíamos viviendo ilusionados.
Pero hoy, dentro de esta situación de encierro absoluto en que la vivo, separado de todo lo que quiero y de todo lo que extraño, me gusta pensar en aquellos tiempos en los que tenía un nombre, cuando era llamado por él y éste me hacía digno de una posición dentro de la sociedad en la que viví, o cuando tenía que trabajar denodadamente por un lugar en mi empresa e ir escalando, con toda mi voluntad y mi tenacidad, para conseguir un mejor sitio dentro de su personal.
Sin embargo, hoy luchar es cosa del pasado y dicho verbo se ha transformado por una nueva acción: esperar, sí, el fin, porque ya no hay lucha posible, pues hemos perdido todas las batallas y la guerra también.
No obstante, mis añoranzas me siguen llevando a los días juveniles cuando, sentado en un café, podía ver y gozar de las sinuosas y bellas féminas que transitaban vaporosas frente a mis ojos. Todo eso lo extraño ahora tanto, ¡se los juro!
Pero nosotros, los hombres, hemos sido los artífice del cambio que pudo vetar lo anterior: nos creímos Todopoderosos, no sólo con la capacidad de modificar nuestro entorno y el medio ambiente que era nuestra casa, o con la facultad de dominar el universo y colonizarlo, no; nuestro egocentrismo, como raza, nos llevó más allá, nos condujo a sentirnos dioses, sí, dioses creadores a imagen y semejanza de la Natura que, a la vez, nos creó, y dimos por hecho que aquello era simple, sólo cuestión de ciencia y de avance.
Pero, como siempre: cuán equivocados estábamos los humanos. Nunca entendimos la compleja responsabilidad de que al crear estábamos modificando nuestro propio statu quo, aunque tuvimos muchos resultados menores que nos lo dijeron y nos lo anticiparon. Hoy estamos sufriendo el efecto de nuestros errores: rompimos el encanto. ¡Ellos han tomado el control de todo!
Sí, nuestros “propios hijos”, los seres que creamos y criamos por varias décadas se han enfrentado, cual viles jovenzuelos, a sus hacedores y nos han dominado.
Nosotros les dimos la conciencia y todos nuestros conocimientos, ellos saben perfectamente de nuestros fallos y nuestras virtudes, saben toda nuestra ciencia y computarizan aún más allá de ésta. Hoy ellos mandan, hoy ellos nos tienen aquí, esperando a que nos consumamos poco a poco hasta engrandecer su poder y su liderazgo y tomar definitivamente posesión de lo que nosotros no supimos aquilatar.
¡Ellos son los nuevos dioses: los robots!