México no está exento de ese sentimiento antirruso o antisoviético, influido por los medios y sus merolicos que un día sí y otro también nos «recuerdan» que esa nación euroasiática «representa un peligro para la paz del mundo», a pesar de que sabemos que nuestro vecino del Norte es el eterno iniciador de guerras y financiador de grupos terroristas en todo el planeta. (El ejemplo más próximo relacionado con este asunto es el conflicto de Ucrania, cuya revolución fue orquestada y financiada por Estados Unidos con el fin de afectar a Rusia.)
En medio de ese odio irracional, nos hemos olvidado de la grandeza de Rusia. No sólo es el país más extenso en territorio de todo el mundo; no se trata de terrenos y terrenos de nieve o bebedores de vodka; no está habitado por espías y comunistas que buscan dominar el mundo…
Me gustaría recordar que Rusia ha aportado a la historia grandísimos artistas que incluso son admirados en Estados Unidos; músicos, escritores, inventores, científicos, astrónomos… En fin, una cantidad de cultura suficiente para dotar al mundo.
Si bien, este espacio no es para abordar de geopolítica, sino dedicado a la literatura, considero que, de cuando en cuando, hay que volver la vista hacia lo que nos rodea: no es opción mantenerse en una burbuja en la que –se cree– nada del exterior afecta.
En esta ocasión me voy a referir, precisamente, a un escritor ruso. El siglo de oro de la literatura rusa es el XIX, sin lugar a dudas. Hay un nutrido grupo de autores que han alcanzado la universalidad y la inmortalidad gracias a la monumental obra que nos legaron. Nombres como los de Alksandr Pushkin (1799-1834), Iván Turgueniev (1818-1883), Fiódor Dostoyevski (1821-1881), Lev Tolstói (1828-1910), Antón Chéjov (1860-1904), entre muchos otros, hacen poner de pie a cualquier bibliófilo o escritor de la actualidad o del siglo XX debido a la aportación que han realizado en las letras universales.
Y hay otro nombre: Nikolái Gógol (1809-1852). Esta semana recomiendo su cuento La nariz. En él aborda la historia de Kovalev, un mayor que, cierta mañana, se despierta sin nariz. Ello le supone una preocupación y angustia, por lo que emprende una búsqueda no exenta de situaciones cómicas y chuscas.
Tiempo después, el mayor encuentra a su nariz en la calle, pero se da cuenta de que ha desarrollado su propia vida e incluso ha alcanzado un estatus más elevado que el de él mismo: viste un uniforme de funcionario de mayor rango que el de Kovalev…
La historia, que transcurre en San Petersburgo, está llena de un humor que de primera impresión sorprende, ya que es un texto que se escribió en la primera mitad del siglo XIX.
Además, con La nariz, Gógol hace un retrato de la sociedad de su tiempo; es asimismo una crítica a la vanidad, a lo superficial.
Otra de las virtudes del texto es el lenguaje: fluido, claro, preciso. El cuento se lee en una sentada y, además de ser divertido, es una pequeña muestra de la grandeza de la literatura rusa.
A propósito de ello, hay personas a las que les resultan pesadas esas obras tan extensas. Sin embargo, La nariz es una recomendación para acceder a ese conjunto de titanes de la literatura universal y a la obra del propio Gógol, quien, dicho sea de paso, es un autor diferente, lleno de sentido del humor, con una pluma muy amena.
Su obra más importante es Las almas muertas (también Almas muertas), considerada la primera novela moderna rusa; en sus cuentos hay mucho del talento de este autor, altamente recomendable para quien busca lecturas divertidas, aleccionadoras y enriquecedoras que abran la puerta a una de las experiencias más importantes en la vida de un lector.
Otras obras suyas para leer sin detenerse son, por citar dos ejemplos, El capote y Diario de un loco.