Para los que tuvimos la suerte de asistir, perdurará en nuestra memoria, para los que no fueron, trataremos de darles una idea de lo que se perdieron.
San Pablo [en Cuernavaca] es una iglesia pequeñita, con un atrio pequeñito haciendo juego, sembrado de árboles que pasan ya, algunos de ellos, de cien años.
Fuimos llegando a este atrio cuando ya oscurecía y poco a poco se fue llenando de adultos, niños y amigos del museo y del vecindario. La piñata tradicional colgaba de un ciruelo de retorcidas ramas. La piñata era una verdadera piñata, no era de esas figuras de cartón tan garigoleadas que de piñata sólo les queda el nombre. No, esta era una piñata de olla de barro rellena de fruta, cacahuates y jícamas, forrada de papel china; a los lados y en la parte de abajo tenía “cucuruchos” de cartón también adornados con papel china y de los cuales colgaban “fafalaifas” de diferentes colores.
Cuando estuvimos todo reunidos frente a la iglesia nos repartieron velitas y hojas de papel con letanías impresas; y jóvenes, viejos y niños fuimos siguiendo poco a poco a los niños más grandes quienes llevaban a los peregrinos por todo el atrio. La escena era encantadora, la media luz del atrio aclarada apenas por el farol de la calle se encendía con las pequeñas luces de fuego de las velas, parecíamos una hilera de luciérnagas más o menos ordenadas siguiendo a los jóvenes que llevaban a los peregrinos recorriendo el atrio. Pasamos bajo la piñata, rodeamos los árboles y al llegar a la esquina el viento helado que baja del Ajusco intervino recordando lo que debía hacer y colándose entre los dedos que defendían la tenue luz, apagaba las velitas.
Entonces se interrumpía momentáneamente el caminar, y sin dejar de cantar “Ora Pro nobis” volvíamos a prender la vela con la del vecino de atrás o el de adelante.
Después, con la puerta de la iglesia de por medio, repetimos cantando las antiquísimas estrofas para pedir y dar posada.
Más tarde con los peregrinos descansando dentro de la iglesia estalló la algarabía de los niños en torno a la piñata. El que la manejaba sabía muy bien lo que hacía, tan pronto la levantaba como la dejaba caer atrás del niño o niña vendada y a salvo de su garrote y en medio de un griterío ensordecedor un palo bien dado la rompe. Cae la fruta como cascada multicolor y los niños se lanzan sobre ella tratando de cubrir con sus cuerpos la mayor cantidad posible de fruta. Uno que otro adulto se acerca y recoge una naranja, una mandarina y uno que otro cacahuate que se escapa del montón de muchachos que tratan de separar su botín.
La calma viene después de probar la primera fruta pelada bajo la piñata rota. Se forman pequeños grupos risueños en torno a los tamales, el ponche, el atole o las chalupas, poco a poco se van dispersando satisfecho el espíritu, las manos olorosas a mandarina y cacahuate, la boca endulzada por la caña, con el sabor fuerte del tejocote y en el alma el recuerdo de todas las posadas vividas.
La experiencia fue placer pleno, lleva de todos los ingredientes naturales de nuestra infancia.
TEXTO:
ADRIANA ESTRADA CAJIGAL BARRERA (1931-2019)
ESTE TEXTO ES UN MANUSCRITO INÉDITO DE LA CRONISTA DE CUERNAVACA.
ARCHIVO HISTÓRICO UAEM-AEC.
FOTOGRAFÍAS:
ARCHIVOS COMPARTIDOS UAEM-3RÍOS
ADALBERTO, ERNESTO Y ADALBERTO.