Poco después de la Revolución, algunos pueblos quedaron casi abandonados, su gente vivía aún temerosa y ganándose la vida con lo poco que les quedaba. Uno de esos pueblos era Ocuituco, un lugar del Estado de Morelos. Allá por el año de 1930, dicen los más ancianos del pueblo, que había pocos habitantes y que la comunicación con otros pueblos sólo era a través de los “caminos de herradura”. Los caballos y los burros eran los mejores medios de transporte. La gente se dedicaba a cuidar sus siembras de temporal, a recoger sus aguacates y duraznos y vender una que otra vez sus gallinas y guajolotes. Yecapixtla ya contaba con un día de tianguis, que era los jueves y a donde se dirigían los habitantes de los pueblos cercanos a vender o cambiar sus productos. De Ocuituco distaba unos quince kilómetros. Para poder alcanzar un lugar en el tianguis y poder vender y comprar a mejor precio, era necesario llegar muy temprano.
En ese entonces el camino que llevaba a Yecapixtla desde Ocuituco, era el que seguía el trayecto de un barranquillo no muy profundo. Siguiendo esta vereda no había modo de perderse. Además, había dos lugares de referencia que llevaban el nombre de “Los Cazahuates” y “La Ciénega”. Estaban justo antes de lo que hoy conocemos como “El Once”.
Cierta ocasión, una joven de nombre Heliodora, estaba muy de madrugada preparando sus animales para ir a vender sus productos a Yecapixtla, iluminada por un candil, se acercó a sus dos burros que amarraba junto a su “cocina de humo”, los empezó a cargar con chiquihuites y huacales. Al burro pardo lo cargó con dos chiquihuites llenos de ricas chirimoyas y aguacates que había cortado el día anterior, mientras que al burro negro lo cargó con dos grandes huacales que llevaban unos pollos regordetes y unos guajolotes listos para el mole. Se preocupó de asegurar bien su carga, y al verla lista se despidió de su padre que en esos días estaba muy enfermo. Desde fuera de la puerta le dijo:
-¡Adiós, apá! Ya me voy.
-¡Adiós, hijita! Cuídate mucho. ¡Que dios te bendiga! - Contestó el anciano.
Heliodora, persignándose y encomendándose al Señor Santiago, salió muy de madrugada; se enfiló por la calle que llevaba a la salida del pueblo, conocida como “El Calvario”, con sus animales adelante y ella atrás pendiente de su carga. No faltaron algunos vecinos del pueblo que también se disponían a recorrer el mismo camino y llegar al mismo destino. Por lo que se escucharon los cascos de otros animales que se confundían con los gritos de sus arrieros. Lola apresuró el paso de sus burros con un fuerte “¡Arreeeeee burros¡”, tratando de avanzar más rápido y llegar al camino junto al barranquillo.
Justo antes de llegar al lugar conocido como “Los Cazahuates”, Heliodora sintió un poco de cansancio, cosa extraña, ya que estaba acostumbrada a ese tipo de caminatas, así que, no haciendo caso, siguió apresurando sus burros. Pero de pronto, escuchó el golpeteo de unas herraduras que sonaban muy fuerte, justo atrás de ella; las escuchaba acercarse con más prisa. Volvió la vista para ver de quien se trataba, pero solamente distinguió la silueta de un jinete, no alcanzó a ver su rostro. Sin saber por qué, le entró un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, nuevamente chicoteó a sus animales. Un olor a azufre inundó el ambiente. El sonido de los cascos se fue acercando poco a poco hasta que, junto a ella, escuchó una voz ronca que con tono insinuante y perturbador le dijo:
- Morena, ¿Por qué vas tan de prisa?... Yo te puedo enseñar un camino más rápido y más corto, vente conmigo. No tengas miedo, ya verás que no te arrepientes, tendrás una vida muy larga y alegre.
Heliodora intentó ver quien era, pero no pudo, su cuerpo se le paralizó por completo y un sudor frío la bañó de pies a cabeza. Trató de Invocar la protección del Señor Santiago e intentó repetir las oraciones que había aprendido desde chiquita, pero apenas alcanzaba a balbucear unas palabras incomprensibles. Nunca reconoció a quien le hablaba y nunca entendió sus palabras. Lo único que contaba cuando narraba lo sucedido, era lo que su imaginación le dictaba:
- Era un hombre muy guapo y atractivo, que iba elegantemente vestido. - Relataba Heliodora cuando platicaba de esto.
Después de escuchar las palabras aquellas que le había dicho justo al oído, los burros comenzaron a reparar y rebuznar asustados. En su desesperación y miedo, logró escuchar el galope de otro caballo que venía con gran fuerza; después de lo sucedido pensó que era su imaginación, lo que más le preocupaba era asegurar a sus animales. El galope se perdió de nuevo a lo lejos, pero un perfume suave se esparció por el lugar. Lola, por fin, pudo asegurar a sus animales, pero no su carga, ya que la fuerza de los reparos hizo que los huacales y chiquihuites rodaran por el suelo y uno de los huacales se rompiera. De inmediato salieron los pollos y los guajolotes tratando de correr, pero Lola, dejando los burros, se dispuso a atrapar a sus animalitos y meterlos en el huacal bueno. Logró atrapar a todas sus aves y cargó de nuevo sus burros. Pasados la sorpresa, el susto y el coraje, Lola reinició su marcha sintiéndose muy agitada y preocupada.
Escenas como esa no se volvieron a repetir. Aunque su experiencia no era diferente a la de otros caminantes, ya que se corría el rumor del Catrín de los Cazahuates. Lo que le hizo sentir nuevamente aquel miedo y escalofrío, fue cuando unos vecinos le dijeron:
- Oye Lola, el día en que íbamos pa’ Yecapixtla salimos del pueblo casi juntos, pero después te adelantaste mucho y te perdimos, después casi te alcanzamos y merito donde están “Los Cazahuates”, una luz muy resplandeciente iluminó todo ese lugar, y la verdad quedamos rebien asombrados. ¿Qué fue lo que viste?
Heliodora no supo qué contestar. Muchas imágenes comenzaron a revivir en su memoria, y muchas preguntas se agolparon en su cabeza: ¿Cómo había podido asegurar sus animales si en ese momento todavía estaba oscuro? ¿Quién era aquel que le habló y del que no pudo distinguir nada? ¿Por qué sintió ese miedo que le impidió poder rezarle a sus santos? ¿Quién era el otro jinete que escuchó galopando fuertemente? ¿Por qué apareció en esos momentos? Lola nuevamente sintió mucho miedo, pero se fue tranquilizando al reconocer que ese “alguien”, ciertamente, la había protegido.
Desde entonces, Lola no dejó de asistir cada veinticinco de julio a la Iglesia, llevando siempre un precioso ramo de flores con profundo agradecimiento. Y tal fue su fe y su sincera gratitud, que actualmente, la gente del pueblo sigue encontrando en cada fiesta del Señor Santiago, un ramo de flores, que suele ser mucho más hermoso que los demás.
Texto
Obed Campos Castañeda
Profesor invitado de la Escuela de Turismo de la UAEM
Fotografías
Adalberto Ríos Lanz