No es el primer amotinamiento de reclusos en Atlacholoaya ni seguramente será el último. La nota es que no hubo desenlaces como los recientemente ocurridos en Ciudad Juárez y otras ciudades del norte del país, con decenas de muertos y en una abierta colusión con autoridades de los penales, sometidos a designios de grupos delincuenciales. Ha dejado de ser simple la función en las cárceles por diversas razones, la más poderosa: la influencia del crimen organizado.
En la historia de estos eventos, tenemos bien registrado uno, en agosto de 1987, en el viejo penal de Atlacomulco, cuando la mayoría de los presos se lanzó contra las autoridades por lo que consideraban actos más allá de lo permisible, luego de frustrar la evasión de quién sabe cuantos de ellos a través de un largo, bien hecho, pero infructuoso túnel que quedó a 15 centímetros de la superficie, en un terreno aledaño al que ocupaba aquel inmueble en casi pleno centro de la ciudad.
Un sujeto apodado “El Chino”, autor material del asesinato de cuatro policías rurales que llevaban la nómina al cuartel de Palo Escrito en los límites de Temixco con Zapata, con la ayuda de otros reos, cavaron alrededor de 80 metros en un túnel que iniciaba a la mitad de uno de los patios, cerca de la carpintería. Pacientemente, durante meses, hicieron su labor hasta ese día de agosto de 1987.
Días antes, la prensa nacional daba cuenta de un motín en la cárcel principal de Mérida en Yucatán, donde llegó el temido Miguel Nassar Haro, entonces de los responsables de lo que quedaba de la nefasta Dirección Federal de Seguridad, que entraron y sofocaron el movimiento matando a un buen número de reclusos, entre los autores e inocentes, como siempre ha sucedido. El motín de Cuernavaca de 1987 a punto estuvo de igual acción, duró varias horas, pero había elementos que buscarían evitarlo, el principal es que gobernaba Lauro Ortega y él gustaba de agotar el diálogo. Hubo un momento al interior del penal de Atlacomulco, que cientos de internos se desbordaban y arremetían contra las decenas de custodios y policías, cuando llegan los enviados del mandatario y aparecía, con una playera blanca con la mano en alto, uno de los reclusos. Nadie sabía quién era, pero escuchaba su proclama: “¡No balazos, si diálogo!”. Parecía un personaje de los tantos que participan en mítines callejeros. Se ubicó entre los dos frentes: sus compañeros determinados y los policías apuntando con armas de todo calibre y tipo.
Poco antes ambulancias trasladaban heridos y seguramente algunos muertos, que no se contaron, en una avenida Atlacomulco llena de curiosos y reporteros afuera.
El enviado del gobernador, su gente de confianza, preguntó al director del penal Enrique Corona Morales, quién era el recluso que portaba la camisa blanca y pedía paz. “No sé, licenciado, no sé”. Un guardia le dijo de quien se trataba. “Es Aquileo Mederos Vázquez, un preso que oscila entre el fuero federal, como preso político”. A la vista de ambos frentes platicaron funcionarios con el reo Aquileo, que pidió se sumara una comisión de cinco de sus compañeros, a los que fue llamando por su nombre. Ya Miguel Nassar Haro y sus hombres venían a derramar sangre al penal y fueron detenidos en algún lugar. Hubo negociación. Terminaron los incendios en las crujías, regresó el silencio, los funcionarios se llevaban a sus policías y los presos sesionaban en su patio.
Nace ahí un organismo evidentemente ilegal, antijurídico pero sumamente eficaz en sus orígenes: La Comisión de Orden y Vigilancia, integrada por reclusos votados por sus compañeros para que fueran interlocutores con las autoridades del penal. Y al frente nombran al hombre que apareció con la bandera de paz, Aquileo Mederos Vázquez. Un preso nada común, con instrucción especial, miembro del Ejército del Pueblo con Lucio Cabañas y su primo hermano Florencio “El Güero” Medrano Mederos, ambos parientes fundadores de la colonia popular “Rubén Jaramillo” en Temixco, que originalmente sería el fraccionamiento de lujo “Villa de las Flores”, que los medios y el comentario de la época le adjudicaba a los hijos del gobernador Felipe Rivera Crespo. Aquileo estaba preso esa ocasión por un asalto bancario y enfrentamiento con la Policía Judicial Federal. Fue un recluso más hasta ese día.
Así como fue el autor de que no terminara en mortandad un motín derivado de un túnel de escape, su encargo en la Comisión Interna le hizo tener poder varios años, al tiempo que autoridades de readaptación federal y local “le ponían el ojo”. No sabemos cuantos años debía permanecer Mederos en prisión, pero se los hicieron eternos, a partir que lo quitan de la Comisión para ser manejado por grupos especiales coludidos con las autoridades que se encargan “de todo”. No es que Mederos fuera un santo, pero ya estorbaba. Lo enviaron una y dos veces a Almoloya de Juárez, en lo que hoy llaman Altiplano, y lo regresaron a Atlacholoaya de donde salió no hace mucho. Un personaje sin duda.
Del motín de ayer seguramente lo leeremos en otro sector de este diario, pero las historias se repiten, aunque nunca como antes que se desatara la violencia y se soltara a los grupos delictivos organizados. Son otros tiempos.