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Las dos pláticas con Jaime Sabines


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Las dos pláticas con Jaime Sabines


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Llegamos a casa de Jaime Sabines en un departamento cerca de la avenida Insurgentes, en la Ciudad de México. Iba acompañando a mi amigo Román, que era sobrino del poeta. No recuerdo bien el año, pero fue antes de que se cayera y se rompiera la pierna, accidente que lo llevaría a la muerte.

Una mujer nos hizo pasar a la sala y nos sentamos. Minutos después salió Jaime Sabines enchanclado y con el pelo revuelto, con un cigarro sin filtro en la boca.

En cuanto lo vio, Román se paró y lo fue a saludar, de manera escandalosa, como lo hacen los paisanos de Chiapas; luego me presentó y dijo que era “un amigo” compañero de la carrera de Derecho.

Jaime me extendió la mano y yo lo saludé, recuerdo su tacto, era muy suave y me fijé que tenía la uña del meñique larga, sin cortar.

Se sentó y Román y él platicaron de cosas familiares que yo entendía muy poco.

Terminaron la charla y Román le dijo a don Jaime que yo escribía poesía, entonces el maestro se paró y dijo que tenía un libro que me iba a gustar. Se metió a una habitación y regresó luego, sin nada. No lo había encontrado, pero prometió regalármelo la próxima vez que nos viéramos. Le agradecí.

Antes de irnos, preguntó:

-Muchachos. ¿Ya comieron?

-No –contestó mi amigo.

Entonces el poeta se metió a una habitación, se sentó en una mesa a escribir y nos dijo:

-No tengo efectivo, pero aquí tiene dos cheques para que los cambien y coman algo.

Tomamos los cheques, eran de 200 pesos cada uno, si no mal recuerdo; le dimos las gracias y nos despedimos de mano.

En la primera sucursal de Bancomer cambiamos los cheques y nos fuimos a comer.

Román y yo en serio que teníamos hambre, habíamos llegado de Guadalajara, una semana antes a hacer exámenes de revalidación a la Universidad Autónoma de México, y no habíamos comido sino huevo con frijoles y tortillas toda la semana: “Puro huevo, parecemos culo, vos”, me había dicho Román.

En esa época no había leído toda la poesía de Sabines, sabía que era famoso en Chiapas, pero no recordaba ningún verso suyo.

La siguiente vez que platiqué con Jaime Sabines fue tres o cuatro años después. Me sabía al derecho y al revés el “Nuevo recuento de poemas”, lo repetía a la menor provocación y gran parte de mis textos tenían influencia del poeta tuxtleco.

Investigué dónde vivía y fui a su casa en el Pedregal de San Ángel, en la Ciudad de México. Ya era estudiante de la Facultad de Derecho de la UNAM. Don Jaime se había caído y estaba incapacitado, en su cama. Le llevé una caja de cigarros Delicados, marca que él fumaba sin parar, también llevaba mi manuscrito de “La última sombra”.

Me hicieron pasar. El poeta estaba postrado en una cama médica, fumaba. La cama estaba a un lado de una ventana por donde había una yedra muy verde.

Le dije que le llevaba los cigarros y que lo había ido a visitar porque había sabido de su accidente:

-Me da pena el vergazo que me metí. Ahí en mi casa de Insurgentes, no medí bien un escalón y me di un madrazo. A mí me hubiera gustado presumir que me rompí la pierna saltando desde el Cañón del Sumidero, o peleando por el honor de una mujer, pero me apena decir que me caí por pendejo.

Recibió los cigarros como un niño recibe dulces y le extendí mi libro Nuevo Recuento de Poemas, de Lecturas Mexicanas, usado, porque no me alcanzaba para comprar un nuevo. Don Jaime me lo autografió.

Luego me preguntó qué escribía yo y antes que terminara de decirlo le arrojé mi manuscrito de La última sombra.

Lo leyó con calma, yo estaba en silencio, esperando su opinión.

Sus ojos claros pasaban de un poema a otro mientras fumaba.

Cuando acabó me dijo:

-Me gusta lo que estás haciendo. Lee la Biblia; te va ayudar mucho con el ritmo.

Le agradecí y platicamos de la UNAM, de Chiapas, de mi familia, de su caída y su enojo por no poder salir a caminar. “Yo no soy político, soy poeta, pero la política me da para vivir”, confesó.

En una de esas le pregunté que cuál era su lugar favorito para escribir.

-Una de las cosas buenas de este vergazo que me di fue que me puso en la cama. Y yo siempre he escrito en la cama, en cuadernos, así que he escrito mucho, aunque casi todo lo que escriba lo eche yo a la basura, pero he escrito mucho y eso me ha ayudado a sobrellevar la enfermedad.

También le dije de memoria una imagen de su poema "Igual que los cangrejos..." (“Soy una piedra que rueda/ porque la noche está inclinada y no se le ve el fin”), y le pregunté cómo se le había ocurrido o cómo había construido ese verso:

-La poesía es un misterio. No hay poesía sin misterio –me respondió.

Yo le debo a don Jaime su poesía; la manera en que su palabra me conmovió después de haber leído ensayos muy cerebrales.

Sabines es un poeta terrenal, carnal, muy cercano a los que también caminamos todos los días por las calles, buscando misterios en las cosas, en los vacíos, en las personas, en las palabras. Su obra es breve pero muy humana, conmovedora y sensitiva.

La obra de Sabines se puede consultar en las muchas páginas que sus lectores han subido a la red de redes.

Yo me he quedado con muchos misterios de su poesía, uno de ellos está en esta imagen en uno de los poemas más conocidos, “Los amorosos”: “y ellos caminan, lloran hasta la madrugada/ en que trenes y gallos se despiden dolorosamente”.

Jaime Sabines Gutiérrez nació el 25 de marzo de 1926, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, y murió de cáncer en los huesos el 19 de marzo de 1999, en la Ciudad de México.

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