El alcohol calentó su cuerpo y lo reanimó.
Era tal el gozo que experimentaba,
que no le hubiera importado, en aquel momento
de éxtasis en que se sentía dueño
de sí mismo y de su vida, caerse muerto.
Dezső Kosztolányi, en Alondra
29 de marzo de 2017. Miércoles. Arden las manifestaciones de la incipiente primavera, su furia castiga a los transeúntes, a los automovilistas y a todos los que se mueven por esta ciudad. Se llama Cuernavaca; entre barrancas y amates, su fama está asociada al buen clima. Pero esta tarde aquel paraíso del que hablan las viejas voces parece mito: el sudor escurre por las frentes de decenas de hombres y mujeres que atraviesan calles y avenidas o aguardan la llegada del camión en los paraderos, bajo los rayos de un sol, ombligo del algún infierno.
La Estrella siempre ha estado allí. Cien años no hacen eternidad, pero alcanzan para provocar que las tardes, que cada momento en esa cantina tradicional, tengan un lugar oculto en lo eterno. Hay que adentrarse en ella para comprobar que el tiempo también tiene sus caprichos y, de cuando en cuando, se detiene para empinarse un trago de mezcal.
Aunque el calor agrieta la piel, abrasa los cuerpos y desmorona a los andantes, La Estrella nunca se despoja de su gabán de adobe. Anciana, acaso centenaria, aguarda la llegada de los bebedores que le prometieron parranda para esta tarde. Cinco ya están instalados ante una mesa: uno de ellos con cerveza en mano, dos saborean un mezcal y los otros dos contemplan la forma de sus envases semivacíos.
Roberto Ruiz, el dueño de la festejada, ocupa su eterno puesto detrás de la barra, con aires de hombre rejuvenecido. El otro Roberto –su hijo– no debe tardar en llegar porque habrá mucho trabajo.
El letrero de la entrada donde se anuncia que está prohibido el ingreso a mujeres es pura utilería, solicitud de otra época: dos de ellas despliegan una puerta y son engullidas por el salón. Saludan a los parroquianos que las antecedieron. Detrás de ambas llega otro hombre, de piel blanca, pero enrojecida por los embates del sol. Pronto exigen cerveza. Fría.
Un bolero se asoma, entra, ofrece sus servicios. Derrotado en su batalla, deja el sitio, no sin antes depositar sus ganas en el sanitario. «Gracias, Robert», dice antes de abandonarse a la calle Matamoros y su flujo vehicular.
El grupo es más nutrido. Roberto el hijo entra con cierta prisa y pronto se dispone a ayudar a su padre. Desde la cocina, una mujer y una joven aguardan para servir caldos, tostadas… También saben que será una tarde ajetreada.
Cierto hombre alza su botella en dirección a la fotografía del nuevo inquilino: un tal José Revueltas que, desde su lucidez, contempla la escena de los seres que aguardan la hora para dar inicio al evento por el que están allí: la develación de una placa conmemorativa por cien años de La Estrella y un grabado en homenaje a Malcolm Lowry, convocados por la fundación que lleva el nombre del autor de Bajo el volcán.
A la hora marcada, los asistentes –ya suman alrededor de veinte– se disponen a salir del recinto. Se acomodan en la acera, al pie de la placa que está oculta detrás de un pliego de papel. Transeúntes, automovilistas y vendedores miran con cierta curiosidad. Roto el papel, las dos docenas de hombres y mujeres aplauden, ríen, clavan los ojos en el mensaje que acaba de ser develado: «La Estrella. 1917-2017. “¿Qué belleza se puede comparar a la de una cantina en las primeras horas de la mañana?” Malcolm Lowry. 1936».
La placa fue ideada por el escritor francés radicado en Cuernavaca Frédéric-Yves Jeannet, explica Dany Hurpin, también galo e integrante de la Fundación Malcolm Lowry. «La idea era conmemorar los cien años de esta cantina y aprovechar para hacer un homenaje a Malcolm Lowry, que solía visitar todas las cantinas de Cuernavaca», agrega.
Acerca de la fundación de la que es miembro –junto con Óscar Menéndez, Félix García, John Prigge, Alberto Rebollo y Marcelo Teixeira–, Hurpin recuerda que tiene quince años de existencia, «organizando eventos alrededor de Malcolm Lowry: coloquios, reuniones, estudios de su obra, etc.».
Una vez develada la placa, los cuerpos se desplazan. La muchedumbre está instalada, otra vez, dentro del salón. Hay más rostros, jóvenes y no tan jóvenes. Las voces se dispersan, rebotan en las paredes y se aplacan cada vez que el líquido resbala por la garganta.
Alguien llama al orden. Toca el turno de dar paso a la develación de la réplica de un grabado cuya idea nació en La Estrella, cierta tarde del año 2012, y que ahora será donada a la cantina por su autor, Alejandro Aranda, pintor y grabador guerrerense pero que vive en Morelos desde hace un buen puñado de años.
La obra se llama Abraza la vida abraza la muerte. Inspirada por el escritor británico y el Día de Muertos, muestra al pie una serie de elementos propios de dicha celebración: pan de muerto, calaveritas, mole, incienso, mezcal, flor de cempasúchil, entre otros tantos.
Por un lado, Lowry sonríe, sumergido en un traje, acompañado de una criatura extraña que echa un brazo sobre su hombro derecho. Ante ellos, la vida –una mujer desnuda que da la espalda– es abrazada por la muerte. Seres asexuados caen por un precipicio, arrojados por demonios que así los condenan al infierno. Más allá, a la derecha, el vuelo de la muerte y todas las muertes.
Alejandro Aranda, el creador, menciona que la donación es «para compartir con la gente que viene a distraerse, a tomarse una copa». Destaca la relevancia que La Estrella ha cobrado en la vida de la ciudad, pues «poco a poco se ha venido transformando en un pequeño espacio cultural».
El pintor y grabador cuenta que nació en Guerrero en 1956, «pero llegué a este estado en 1968; prácticamente me siento morelense: aquí he hecho toda mi labor creativa, social; aquí nacieron mis hijos».
Un coro de voces uniformes que cantan «Las mañanitas» hace que las miradas se dirijan a la barra. Sobre la madera, un pastel muestra decenas de velas encendidas. Bastan unos resoplidos para que el fuego cese; en seguida se levanta una cortina de humo. Porras a La Estrella. Y aplausos.
El golpeteo de cristal con cristal aumenta, hay risas que se desparraman entre pared y pared; el sonido es una masa deforme: hablan unos y otros asistentes. Roberto padre y Roberto hijo miran, en silencio, a todos y cada uno de los asistentes. Deslizan su mirada, que encuentra paz en el flujo de luz que se cuela por las rendijas de las puertas.
Es una tarde inusual para La Estrella: el silencio del que es dueña hoy está ausente; no hay lugar para las sillas vacías, hoy ocupadas de esquina a esquina; los hombres solos pasaron de largo… Pero cuando las horas se agoten, cuando los invitados a esta tarde se hayan marchado, La Estrella volverá a su soledad para iluminar los días y las noches de esta Cuernavaca y sus sedientos.