Sociedad

El abuelo Germán


Lectura 4 - 7 minutos
Germán Hernández y Beatriz González.
Germán Hernández y Beatriz González.
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El abuelo Germán

Germán Hernández y Beatriz González.
Fotógraf@/ FERNANDA CERDIO Y MÁXIMO CERDIO
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"Aquí descansa el que no hizo otra cosa en su vida".

I

Cuernavaca. Cuando llegó la ambulancia con los paramédicos del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas, a eso de las 3:50 de la madrugada del domingo 11 de abril, el abuelo había dejado de existir.

-No tiene signos vitales. Vas a tener que llamar a una funeraria para que te dé el servicio, ellos se encargan de buscar un médico para que extienda el certificado, me dijo uno de los rescatistas, después de hacerle una revisión.

Abracé a Fernanda y a la abuela. Toda la angustia que habían pasado una hora antes para revivir a Germán se había vaciado allí, en un llanto contenido, en el quicio de la puerta.

Minutos antes, mientras mi hija llamaba al 911, yo sostenía medio cuerpo de Germán en mis piernas, mi pecho y mis brazos. Le tomé el pulso, busqué signos en su garganta o en su tórax. Guardé extremo silencio y casi detuve mi respiración para escuchar alguna señal de vida. Por un momento pensé ver que en su muñeca una débil vena palpitante.

Frente a mí, el abuelo era un gigantesco guerrero caído. Allí estaban los restos mortales de un hombre que toda su vida se partió el alma por satisfacer las necesidades de su familia y por ayudar a sus amigos. El silencio entró en su cuerpo, desde hacía ya varios minutos había comenzado a mover sus engranes.

Los paramédicos me ayudaron el subir el cuerpo a su cama, después se marcharon derrotados.

Su majestad, la Muerte, había llegado y se había instalado en ese lecho. De allí, en adelante, todo transcurriría en una calma dolorosa y se encaminarían a levantar y reordenar aquello que la ausencia había desacomodado.

Leonel Maciel, su colega pintor, nos acompañaba, también llegó Tony Abdalá, el piloto de helicópteros y Oswin Moller, cercanos del difunto. Los había llamado Rosa María.

Mientras esperábamos el arribo del personal de la funeraria, la abuela siguió haciendo llamadas a todos los familiares. Los amigos que acudieron a su llamado de auxilio platicaban del abuelo.

Sin estar preparados para esos casos, todos hicimos lo que teníamos que hacer.

Una semana antes, Rosa María y Fernanda habían ido de vacaciones a Acapulco. Yo le dije al abuelo que podría ir, que cuidaría a Lola y a las gatitas, pero no quiso.

Tenía una lesión dolorosísima en la cadera que lo obligó a usar bastón. Se quedó en Cuernavaca y uno de esos días tuvo una reunión con sus amigos, con los que platicó muy alegre. Un día después de que su esposa y su nieta regresaron murió: “no sé qué hubiéramos hecho si se nos muere cuando nosotras estábamos de vacaciones”, dijo Rosa María.

Después de las ocho de la mañana llegaron a la casa dos hombres de la funeraria a recoger el cuerpo. Subimos a despedirnos de él, lloramos sin consuelo frente a los restos mortales de quien en vida llevó el nombre de José Antonio German Alfonso Hernández y Navarro, nacido en la Ciudad de México en 1946, pintor de oficio, platicador incansable, vecino entrañable, esposo de Rosa María Lilia Soto Lombardo y abuelo de mi hija Fernanda. La causa del fallecimiento fue un infarto agudo al miocardio.

 

II

Germán Hernández era acuarelista. En marzo de 2018, en Morelos tuve la oportunidad de entrevistarlo en el marco de una expo individual en Baan Galería de Arte, donde presentó 40 acuarelas, un acrílico y un óleo, de diversos tamaños, con el nombre de Caminos del color, “una muestra del resultado de 60 años de pintor y de mis viajes diversos por la República Mexicana en compañía de varios pintores como Luis Améndola, el general Ignacio María Beteta y muchos más”, explicó.

Germán Hernández y Navarro es un pintor con dominio de muchas técnicas, todas ellas le han permitido una madurez y un estilo propios. Se reconoce en sus acuarelas, en sus paisajes, a un artista fino que sabe captar la belleza y sus diferentes rostros. Ha participado en muestras colectivas e individuales desde 1980 y ha expuesto en México y en el extranjero. Radica en la actualidad en Cuernavaca, Morelos, se puede leer en la reseña que se publicó en La Unión de Morelos.

Aquí podríamos ocupar varias páginas para citar a las autoridades que hablan sobre la maestría de Germán en la acuarela, de sus viajes por todo el territorio nacional, de los amaneceres que presenció durante más de cuatro décadas, pero por ahora me interesa contar algunos detalles de él en la cotidianidad.

 

III

En mi memoria hay dos imágenes: él caminando con Fernanda. Le gustaba salir a caminar con su nieta, cuando era pequeñita; le compraba globos o juguetes y la acompañaba, cuidándola para que no se cayera. Su mirada y su expresión sobre Fernanda eran de un amor infinito.

En la otra está platicando con los animales: el Chac, la Kika, Lola, las gatitas; su palabra amorosa acariciaba a sus mascotas y ellas le respondían con cariño.

Mi trato con Germán no fue el de un papá o abuelo, sino la de un amigo. Evitaba dar sermones o meterse en mi vida. Cuando tuve que aprender a manejar un auto, me dio dos consejos que atesoro y pongo siempre en práctica: “El volante del coche se agarra con las dos manos” y “Debes estar preparado para cualquier reacción pendeja de un peatón”.

Algo que siempre me impresionó de él fue su habilidad para construir o reparar cualquier cosa. La casa donde pasó sus últimos días está llena de detalles que él adaptó.

Verlo trabajar era un espectáculo: preciso en sus trazos, en sus cortes. Se veía fácil, pero no lo era, tenía habilidad y experiencia de largos años.

Siempre estaba con un libro abierto en la mano y no perdía la oportunidad de recomendar lo que había leído o estaba leyendo.

Le gustaba particularmente la historia de México y la época de la Independencia; ahí era un sabio y charlaba como si hubiera estado presente en los sucesos.

Cuando publicaba un libro de mi autoría se lo regalaba, y a los pocos días me ponía el libro en la mesa y me daba su opinión. Yo agradecía ese gesto.

También estaba muy pendiente de lo que yo publicaba en La Unión de Morelos. Tomaba el periódico y me lo ponía en la mesa o en el sillón donde acostumbraba leer y me comentaba lo que sabía sobre el tema.

Su tono nunca fue formal, sino alegre, bromista. Recuerdo particularmente sus recortes de periódicos o revistas con frases, refranes, sentencias. Uno de esos días, me enseñó en un papelito algo que según él sería su epitafio: "Aquí descansa el que no hizo otra cosa en su vida".

 

IV

La familia del abuelo se está organizando para cumplir su última voluntad. Van a esparcir sus cenizas en el cerro del Tepozteco, frente a algún paisaje de los cientos que sus pupilas miraron; sólo pidió que no dejen las cenizas donde las vaya a orinar un perro.

 

V

No soy nadie para bendecir o alumbrar el camino de un alma. El maestro Germán me demostró su aprecio de muchas maneras. Yo hice lo propio. Le quedé a deber horas para escuchar sus anécdotas y sus bromas, lo que sabía de historia de México, de pintura, de acuarela.

Si algo se me descomponía, lo llevaba con el abuelo; ahora no tengo a nadie que me ayude. Lo que pasó, ya no tiene arreglo.

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Máximo Cerdio

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