Esta cadena de cafeterías —nacida en Gringolandia y adoración de los mexicanos guanabí— ha sido altamente sobrevalorada. Seamos sinceros: Starbucks es poco más que un Oxxo de café con un toque de pedantería. Y quien no esté de acuerdo conmigo, no sabe de café, ni de Oxxos ni de mal gusto.
Yo tenía el prejuicio sobre estos locales: pensaba —a mis veinticinco añitos— que eran para fresas, gente altamente calificada, angloparlantes, golfistas o golfos o políticos nacos y supercorruptos (esto último es cierto).
Mi primera vez fue cuando una cliente me citó en la sucursal de Río Mayo y Teopanzolco en Cuernavaca, Morelos, México. Entré como virgen en motel, como abstemio al bar de Sanborns entre 6 y 8, como monaguillo en curato.
Me mordía mi rebozo en la fila —obvio llegué una hora antes para ambientarme— y al pasar a la caja me sentí como judío en la puerta de las regaderas, pero me sostuve estoico y pedí un té verde —no bebía café por entonces—, que me pareció universal y básico. Detrás de la caja y de unas carísimas galletas de avena con chía, un chavo todo cool & gay & pet friendly & gluten free me dio como 500 opciones extras: sabores, endulzantes, pana, frío o caliente, tamaños, ¿una ciapata, un panini, un tiempo compartido en Cozumel, una clase social más alta, mascabado? No entendí nada: a todo le dije que no, con mirada de desprecio a su burguesía desde mi elevada clase cultural.
Luego entendí de lo que se trataba: todo es falso: o casi todo ahí: hasta mis dos puntos: pero más su petulancia: incluso más sus sueldos bajos y su discurso Donald Trump y su triste realidad. Entonces comencé a jugar el juego a su nivel: barato, gacho, gentrificado, hípster, loser y siempre poser, aunque conveniente.
Ventajas de “ir al Starbucks”, desde mi nunca humilde opinión: electricidad para mis TIC, wifi cada vez peor pero todavía útil, baño pa lo que se ocupe, muebles cómodos, clima, música de elevador y paredes de cristal, todo por un cafecito de 40 pesos con refill gratis.
Lo mejor: no-hay-meseros, no-existen, no-son-parte-del-ecosistema. Imagina, para un escritor, lo hermoso que resulta un mundo sin meseros en el café adonde concurre. Compararemos: digamos: un bar sin Valet Parking, frijol sin gorgojo, pareja sin suegros, atún sin soya, diente sin caries, motel sin piojos.
Las comparaciones son terribles, por eso hay que hacerlas: for example: en Italian Coffee no solo hay meseros, además ejercen e intentan venderte cualquier cosa; Cielito Querido Café es como el hijo mexicano de Arnold Schwarzenegger, o sea, un… error bien hecho: los meseros son tan amables y diestros que siempre terminan vendiéndote algo, servido a tu mesa con tal sonrisa que pagas mínimo dos salarios mínimos por incursión.
Seamos fríos: ¿qué hay en un Estarbú? Sencillo: un no-lugar con comidas congeladas de buen ver, además de cafés tercermundistas a precios de Polanco. Y todo lo anterior y nada más: confesemos: no tiene un gramo de glamour ni de cultura ni de aire honesto ni de fair trade. No finjamos más: Starbucks de México “me gusta, pero me apesta”, lo bueno es que sin meseros; es casi idéntico a un Oxxo por los siguientes parecidos:
—se trata de un cochino monopolio
—hay o habrá pronto uno en caDa esquina (750 en 61 ciudades mexicanas, 15 mil en 50 países)
—tienen cerrada una puerta de entrada (naquísimo y doloroso)
—nunca abren la segunda caja
—te atienden con asco y soft white discrimination
—los productos están dos que tres
—no brillan por su limpieza
—ofrecen promociones mensuales
—hay filas frecuentes como en Liconsa
—tienen tarjeta corporativa para pagar, como en Soriana
—la gente siente que sube de nivel cuando entra
—y te quemas el hocico con el café caliente.
Opinión del café: no tengo. Opinión del ambiente: inocuo. Calificación: solo 3 estrellitas —igual que el Oxxo—. Pero y más sin en cambio, empero, sin embargo: me encanta escribir ahí: es el colmo del lugar equis sin ambiente ni identidad, sin cultura ni amistad, donde puedo concentrarme en mí mismo, porque ahí no hay nada. Gracias, Starbucks, te quiero mil.