Sociedad

Chilaquiles, el desayuno inmarcesible

TXT Alberto Peralta de Legarreta
Lectura 4 - 7 minutos
Chilaquiles, el desayuno inmarcesible
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Sociedad
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Chilaquiles, el desayuno inmarcesible

TXT Alberto Peralta de Legarreta
Chilaquiles, el desayuno inmarcesible
Fotógraf@/ TOMADA DE LA WEB
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Es posible que nuestros beneméritos chilaquiles, alimento que de tan cotidiano a poca gente se le antoje ver si tiene historia, sean uno de los patrimonios gastronómicos populares más importantes de México. Simplemente, como con muchas otras cosas de todos los días, creemos que han estado ahí desde siempre, y eso es todo. Puede que así sea en realidad, pero poco se piensa en ello detenidamente. A lo largo de los últimos años los bienamados chilaquiles y su consumo han experimentado un superávit considerable, producto de la continuidad de la tradición y de un re-conocimiento por parte de la sociedad, siempre en busca de alimentos prácticos y más económicos. Después de mucho tiempo formando parte de los desayunos dominicales servidos en la intimidad de miles de hogares y ser guarnición casi obligada de muchos platillos mexicanos servidos en cafeterías de cadenas como Vips, Sanborns, Lynis, Toks, Wings, California y Denny’s, hoy es posible encontrarlos poblando las calles, donde en carritos y puestos móviles son transformados en torta o se les apila y adereza sobre charolas de indestructible unicel para delicia de asiduos y golosos transeúntes.

Los chilaquiles son un platillo que nació simple y pleno de accesibilidad. Por la naturaleza de sus ingredientes habituales se puede afirmar que fueron hijos del recalentado (que hace todo más sabroso), del pensamiento enfocado en el no desperdicio o el aprovechamiento de sobras en tiempos de crisis. Me refiero, desde luego, a su versión más humilde y antigua, que consistía en trocear tortillas duras, tatemarlas o freírlas y luego bañarlas o hervirlas en una salsa verde o roja, mole, caldillos o pipián. Variantes más modernas de los chilaquiles incluyeron después una condimentación extra que incluyó crema ácida (cuya finalidad fue probablemente atenuar el picor en la lengua y el paladar de algún inadaptado), cebolla picada, epazote o cilantro y queso rallado. Para muchos, los totopos (del náhuatl totopochtic, tostado y crujiente) deben sumergirse o ser bañados en la salsa, condimentarse y servirse de inmediato, de manera que al ser consumidos “crujan” en la alegre compañía de unos huevos al gusto, pollo deshebrado, frijoles refritos o de la olla y carne de res o cecina, sin que “solitos” dejen de ser también un delicioso bocado. Pero hay quienes también los consumen a la antigüita, muy remojados o “aguados”, lo cual se consigue sumergiendo los totopos en la olla de la salsa y dejándolos cocer y reposar hasta el momento de servirlos, no menos dignos, “como trapo viejo” (a lo que, por cierto, solía llamarse también chilaquil). En hoteles y bufés de todo el país los chilaquiles se sirven muchas veces con un estilo lamentablemente turístico, es decir, inofensivos y sin picor. Conservamos aún la idea banalizadora de que al turista hay que evitarle la “venganza de Moctezuma” y que –aunque lo amemos– el chile es un condimento agresivo, causal de dolor y estertores estomacales apocalípticos. Pero el chile es mucho más que eso: constituye el sabor característico de México y habría que defender el hecho de que los chilaquiles, cuyo nombre incluye la raíz nahua chilli, picaran sin mojigatería aunque sea un poco, como debía ser.

La historia de los chilaquiles se puede intuir en parte y documentar en otra. Es más que probable que su origen sea prehispánico, pues antes de la conquista existían ya todos los ingredientes y posibilidades culinarias asociadas a ellos. Fray Bernardino de Sahagún, por ejemplo, nos habla de salsas que bien pudieron haber bañado chilaquiles al decir que nuestra gente comía “caçuelas [guisados sabrosos] hechas con chile y tomates [en que] se suelen mezclar axí [chile, en lengua taíno], pepitas y tomates grandes”, además de tortillas “cozidas y otras tostadas, unas frías y otras calientes”. Finalmente, aunque no nos dice cómo les llamaban, Sahagún describe con exactitud los chilaquiles y la manera en que se compartían, que es como hasta nuestros días: “Su comida ordinaria y mantenimiento principal era el axí, en el cual, después de haver sido molido, mojavan las tortillas calientes, sacadas del comal, y comíanlas todos juntos”. Importa decir que la palabra chilaquil tiene origen nahua y puede ser traducida de varias maneras: “metido en chile” [chilli, chile + aquilli, estar metido en] o bien, “quelites en agua de chile” o “chile verde aguado” [chilli, chile + atl, agua + quilitl, color verde o hierba verde comestible].

La versión moderna de los chilaquiles tuvo sus antecedentes en el siglo XIX, cuando su receta apareció en los primeros recetarios impresos de México, no sin antes asomarse bajo extrañas y olvidadas apariencias en algunos manuscritos culinarios como el poblano de María Isla, hacia 1911, en el que se leen diferentes recetas donde se requiere que las tortillas se “desmigajen” para rellenarlas con picadillo, capearlas, cubrirlas de mole o pipián y servirlas con costillas o lomo de cerdo; otra fórmula explica cómo hacer los chilaquiles en capas como para una lasagna, alternando tortillas, manteca y un puño de ajonjolí tostado, y una más pide freír rajas de chile, agregar jocoque hasta que se disuelva, poner las tortillas troceadas y sazonar “con sal suficiente”. En aquella época llena de glamour e hipocresía las clases altas deseaban distinguirse de los pobres pero también cometer pecadillos al consumir sus añoradas comidas bajas, por lo que en recetarios de elite como el Cocinero Mejicano de 1831 los chilaquiles aparecen como “Chilaquiles blancos” (a pesar de hacerse con salsa roja de chiles verdes) aderezados con queso añejo desmoronado o fresco rebanado, cebolla picada, rebanadas de chorizo, costillitas de cerdo fritas o carne frita deshebrada. Bien se ve que con estos complementos los chilaquiles se volvían presentables y ya no lucían tan pobres... El mismo recetario, apenas diez años más joven que la Independencia, consigna chilaquiles rojos, chilaquiles rellenos (una variante lamentablemente olvidada) y chilaquiles tapatíos, todos de textura más bien aguada por tratarse más bien de guisados que hervían en la cazuela. La Cocinera poblana y el libro de las familias, un formulario de 1890, lista tres recetas de chilaquiles, de los cuales sólo una concuerda con lo que hoy comemos: los totopos cortados en cuadritos se sumergen en salsa roja de jitomate con chile chilchote y se hierven (nuevamente, quedando aguados) para después servirse adornados con queso fresco o añejo al gusto. Por los mismos años, hacia 1888, la edición del Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario definiría a los chilaquiles de manera extraña en la entrada correspondiente: “Especie de sopa, que se hace con tortilla destrozada en pipián [de ajonjolí o pepita], en xitomate, en chile verde ó en clemole, con los adornos correspondientes”.

Visto lo anterior, se hace patente que la modernidad ha decidido hacer una vuelta al pasado primitivo de los chilaquiles, con la salvedad de que hoy la mayoría los prefieren con la textura crujiente del totopo. Algunos platillos de principios de siglo XX se renovaron; tal es el caso de los tradicionales Tecolotes (molletes de pan blanco con frijoles, queso gratinado y chilaquiles encima inventados en Sanborns) que con los mismos ingredientes se volvieron transgénero –ahora se llaman Tecolotas­– y transformados en torta le dieron portabilidad e impulso comercial a un clásico de los desayunos familiares, esos en los que nuestras madres y abuelas, siempre lindas y conscientes, nos decían: “Mijo, ¿Qué no te vas a acabar esos frijolitos y los chilaquiles? Los hacemos torta y nos los llevamos, faltaba más, no hay que desperdiciar”. Esto quizás nos permita proponer un axioma: Los chilaquiles se transforman y se deconstruyen, pero en esencia, serán los mismos siempre.

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