Sociedad

La ley es dura, pero es la ley


Lectura 4 - 7 minutos
Aspecto del centro de Zacatepec. Año 2925.
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La ley es dura, pero es la ley

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“Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía”.

GEORGE ORWELL en 1984

Mancio revisó en su celular y la transferencia por 900 mil pesos ya estaba hecha. En Cuernavaca eran las 2 de la tarde de un lunes cualquiera del mes de junio. Se sintió librado, sólo le habían descontado 100 mil pesos por la reparación de una construcción que se vio afectada por un sismo que debió prever en un seguro y que omitió. Se trataba una obra construida durante su administración, él la inauguró y con ello se beneficiaron varios cientos de familias. Eso fue lo último que hizo como alcalde de ese municipio.

Se subió a su auto y enfiló rumbo a su casa, en Zacatepec.

Mientras conducía, recordaba varios hechos ocurridos ese durante su administración: ir cada mes, seguido por los integrantes del cabildo, casa por casa, negocio por negocio, a tocar las puertas y pedir a los pobladores el dinero que, según éstos, el cuerpo edilicio se había ganado ese mes, a partir de las obras y los servicios realizados por el ayuntamiento.

Cuando tomó protesta como alcalde sabía que no iba a haber sueldo, ni para él ni para los regidores, que los cargos, de inicio eran honorarios, y que, cada mes, los propios ciudadanos les pagarían lo que creían que merecían.

Se le entregó un bote de metal, reusable, de chiles jalapeños para colectar las monedas y los billetes. Todos lo vieron con asco, pero la ley los obligaba a usar ese recipiente, que después pintaron de blanco por fuera y mandaron rotularlo con el texto: “H. AYUNTAMIENTO DE ZACATEPEC. ADMINISTRACIÓN 2922-2925”.

Allí iban, como si se tratara de una procesión, casa por casa en las comunidades y colonias en las que habían realizado alguna obra o campaña o servicios pagados por el ayuntamiento o por patrocinadores, pero gestionados por él.

El último año del mandato de Mancio fue el mejor. Todo el cabido coincidió en que recibieron más salario que el que habrían ganado en un año si les hubieran asignado un sueldo: el resultado de las buenas obras era evidente para los pobladores beneficiados que premiaban a sus servidores públicos.

Desde luego que no siempre fue así. Al principio había gente que no abría las puertas o soltaban a los perros furiosos por el hambre y por el calor que secaba hasta la sombra de árboles.

Algunos arrojaban al piso monedas de las más bajas denominaciones. No podían decir nada ni era permitido que esa morralla quedara en suelo, la ley que era muy dura y se aplicaba sin excepción, castigaba con prisión a los funcionarios que se negaran a recibir lo que los ciudadanos le daban como retribución de su trabajo.

De los regidores de Mancio ninguno fue sancionado por la más mínima falta, sin embargo, como ciudadano estuvo presente en varias ocasiones en que, en administraciones anteriores, se castigaba a los funcionarios corruptos.

Recordaba particularmente la ocasión en que a un regidor le cortaron las manos en la explanada del Estadio de Futbol Agustín “Coruco” Díaz.

 

Las penas corporales públicas

La ejecución de las penas se convirtió un espectáculo al que el pueblo acudía con toda la familia y sus mascotas, luciendo sus mejores galas y llevando, incluso, aperitivos que se repartían antes del acto principal.

Aparte de la pena corporal, que comúnmente era la mutilación de alguna extremidad o miembro, a los sentenciados se les marcaba con un hierro de metal caliente en la espalda con la leyenda: “Dura lex, sed lex”.

La entrada para presenciar la mayoría de las ejecuciones era gratis, sólo se cobraba en pocas ocasiones, como cuando había mutilación o destripamiento de genitales: los niños y las mujeres resultaban fuertemente afectados y era muy costoso para el municipio asignar terapeutas para atender a estos pacientes; había casos de desvanecimiento en el acto mismo de la ejecución o de estrés postraumático. A esta aplicación final de la sentencia acudía gente que se podría considerar de gustos refinados, provenientes de Jojutla, que conservaba todavía costumbres francesas que nadie sabe de dónde habían heredado.

Las penas corporales eran aplicadas por un grupo de hombre enmascarados y vestidos como chinelos: nadie conocía su identidad, sólo se sabía que eran originarios de varias comunidades que por los siglos de los siglos fueron aguerridos como Tetelcingo, Hueyapan, Tetela del Volcán, Huitzilac, entre otros.

 

Formas institucionalizadas de violencia

Mancio también recordaba que, como en Zacatepec, en cada plaza de cada comunidad o barrio se había instalado un ring de box, para que los pobladores, cada semana, resolvieran sus diferencias. Las peleas eran gratuitas. Familias enteras asistían a este evento en el que se enfrentaban mujeres con mujeres, hombres con hombres y hasta niños con niños. Había, por supuesto, reglas y sanciones pasa quienes violaban estas normas de igualdad y justicia.

Los enfrentamientos entre funcionarios públicos y servidores eran una diversión aparte. Se cobraba la entrada al evento y el costo variaba, según los adversarios escogieran con guantes, a puño cerrado o con armas blancas.

Como muchos años atrás Zacatepec fue un gran productor de caña, los habitantes conservaban los machetes cañeros o las curvas hoz, y éstas eran las preferidas de algunos servidores públicos infractores que tenían que resolver sus diferencias en duelos de sangre donde perdían la vida.

En ese municipio era muy común ver a personas mutiladas, había, desde luego, quienes habían perdido la extremidad trabajando, pero la gente identificaba a los tuncos con funcionarios o empleados de gobierno que habían sido responsables de alguna infracción.

 

Modelos de futuro

Mancio era temeroso del orden. La ley o "las reglas" como se las conocía, eran dictadas por un concejo de ancianos sabios con sede en Xoxocotla, el municipio más ordenado de Morelos, ejemplo de obediencia, rectitud y honestidad, y donde la tecnología había alcanzado sus niveles más altos, un siglo después del “Año del Calorón”, llamado así porque la temperatura aumentó en todo Morelos por seis meses a 50 grados Celsius y dejó imbécil a gran parte de la población.

Temixco no tuvo remedio. Se mandó construir una barda de 50 metros de altura electrificada con alto voltaje: los que en un principio intentaron escapar morían como moscas electrocutadas: aún circulaban los videos de aquellas épocas bárbaras. Nadie sabía lo que ocurría más allá de la barda; se rumoraba que los habitantes practicaban el canibalismo

A ese municipio, justamente, fueron exiliados los últimos diputados y diputadas que tuvo Morelos, luego de cortarles las manos y esterilizarlos de por vida. Nunca se volvió a saber más de ellos.

La comunidad de Tejalpa y el municipio de Emiliano Zapata se unieron y formaron una extensa comunidad de hombres y mujeres pacifistas, seguidores del budismo y practicantes del yoga y el Taichi Chuan.

Tlaquiltenango fue, también un caso especial: competía con Xoxocotla en tecnología y en poseer una población culta, tal vez los más cultos de México; pero perdía ante la obediencia, rectitud y honestidad de los pobladores del “lugar de los ciruelos agrios”.

Rumbo a Zacatepec, vio anuncios de restaurantes de Cuautla, un municipio conocido en todo México por ser gran anfitrión: la atención en los restaurantes, hoteles, balnearios, casinos, y demás centro de diversión superaba a la de las ciudades europeas: Cuautla no le pedía nada a París, Francia.

Hacia allá se dirigió Mancio. Se merecía una buena comida y unos buenos tragos después de haber sobrevivido tres años al servicio público honorario.

Río Apatlaco y Zacatepec al fondo. Año 2925.

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