La casa de Aurelio Altamirano se oculta entre árboles de tabachín y eucaliptos. Ya ha caído la noche, el viento fluye en su incesante vaivén y las flores impregnan el ambiente de un dulce perfume.
La planta baja está casi vacía, aunque una bocina encendida emite una ópera de Wagner, y la única iluminación interior procede de unas veladoras encendidas a lo largo de la escalera que sube frente a vitrales que adornan un muro de cristal.
El segundo piso está lleno de habitaciones cerradas a las que sólo se puede acceder por una puerta trasera, y aunque Hugo Lima y las dos punks no tienen ninguna dificultad para entrar, la oscuridad no les permite ver con claridad el largo pasillo que termina en una puerta de madera.
-Hay que seguir el sonido del reloj- expresa Alicia mientras camina a tientas con la llama de un encendedor en la mano izquierda.
De pronto vuelven a oír el tictac y la música mecánica de un reloj vienés que marca las medias horas. No es fácil seguir aquellos sonidos, pero un murmullo de voces que proviene de otra habitación los termina por conducir hacia un ancho corredor que logran cruzar a tientas hasta encontrarse con una nueva puerta.
En la pared hay varios ganchos con túnicas negras y del otro lado se deja oír un coro de voces que pronuncia frases en un idioma desconocido, como un canturreo de brujos en un ritual.
Hugo apostaría sus pocos pesos a que se trata de un lugar de encuentro de la sociedad secreta de los Constructores y que la ofrenda ya comenzó. Ha leído que se reúnen en sitios muy diversos que no llaman la atención, que antes se reunían en la casa de descanso de una escritora en el centro de la ciudad, pero le preocupa que el enamoramiento esté nublando su juicio. No es la primera vez que siente esa emoción, pero desde la primera vez que Alicia se dirigió a él en el bar, el mundo se ha transformado una y otra vez.
-Es posible que del otro lado de la puerta, alguien esté a punto de ser descuartizado.
-Ya es tarde. Tenemos que ir por ayuda o encontrar otra manera de entrar.
Nada de aquello le importa a Alicia, está dispuesta a dar su vida por su hermano y porque logre salir a salvo de ahí.
-Ustedes vayan por ayuda, voy a entrar yo.
Casi temblando recorre los pasos que la separan de la entrada, agarra con fuerza el mango del cuchillo que lleva en el abrigo y gira el picaporte.
De pronto, siente un fuerte golpe en la nuca y en el resplandor de una luz ámbar empezaron a flotar miles de puntitos de colores. La enorme sala de espejos presidida por la escultura de un hombre con alas de murciélago, los rostros escondidos en capuchas, los estandartes con dos mazos cruzados y la serpiente enroscada se partieron en varios pedazos hasta convertirse en fractales.
El tiempo había retrocedido y los tres estaban atados de brazos y piernas a una rueda de tortura medieval.
-Que el alma sea liberada de la prisión del cuerpo y que los sacrificios de estos infiltrados carlistas sirvan para la purificación de España y la prosperidad del reinado de Isabel II de Borbón.
-¡Que se convierta en llave de entrada al cielo!- respondieron las voces.
Alisa estaba desmayada, como la llama de una farola de aceite en la oscuridad, y Diego Lima no podía creer lo que estaba viendo, su corazón latía con tal violencia que le provocaba dolor en el pecho.
En ese momento atrajeron su mirada los dos mazos bordados en la túnica del encapuchado que presidía una especie de ceremonia pagana y bendecía un frasco de cristal con un brebaje.
Olimpia reconoció el tono grave de esa voz pronunciada como lírica poética y se fijó en la copa que el Gran Maestre había colocado en el suelo.
-Fue una trampa de Asensio Altamirano, el papá de Aureliano.
El encapuchado clavó la insignia del ouróboros dentro de la boca de Olimpia, que dejó escapar un grito de horror al ver que el hombre que ella creía conocer era un asesino.
-¡Deténganse!, ¡¿están locos?!
Otro encapuchado que permanecía de pie a un costado se acercó al torno y giró la palanca que tensaba con fuerza las cuerdas amarradas a los brazos y piernas de Olimpia.
Lorenzo Molini gritó: ¡Suelta la palanca! y se adentró en la sala de cristales con una antorcha en la mano, mientras a su espalda saltaban llamas que recorrían la alfombra y el contorno de la puerta.
Asensio descubrió su rostro y asomó una expresión de asombro al no saber por qué empezaban a arder las cosas a su alrededor.
11 encapuchados huyeron hacia la salida atravesando el fuego, justo cuando Molini empujó al Gran Maestre y tomó impulso para plantarse de un salto frente al torno y liberar a Alisa de las cuerdas. Las lámparas de aceite estallaron y el humo que lo envolvía todo despertó a Alisa, quien al ver que Asensio se aproximaba a ella con una mirada llena de ira y con un objeto brillante en la mano, sin pensarlo dos veces se lanzó hacia él, cuchillo en mano, y lo enterró con todas sus fuerzas bajo el mentón del Gran Maestre, atravesándole la cabeza.
Asensio no se movía ni respiraba, ya estaba muerto.
El fuego ya se asomaba por las ventanas, y entre el humo y las llamas apenas podían ver algo, era como caminar a ciegas. Siguieron los gritos y lamentos de varias personas, y antes de que el fuego bloqueara la salida, cruzaron el umbral de la puerta y recorrieron un largo pasillo.
Los gritos eran su brújula, Molini respiró profundo y trató de tranquilizarse sin conseguirlo. Tenían que caminar un tramo más para encontrar las ocho celdas ocupadas por jóvenes que parecían zombis. Buscó a su alrededor y encontró unas llaves colgadas, al probarlas descubrió que las puertas de las celdas se abrían. Todos estaban muy débiles y apenas podían moverse.
-¡Vamos, todos a la salida!- los apresuró Molini.
Alisa reconoció un cuerpo tirado en el centro del círculo formado por las celdas, se acercó a su hermano y lo cargó hasta conducirlo al pasillo que recorrió antes, bajó las escaleras y sintió alivio al oírlo toser con debilidad. Logró poner el cuerpo de su hermano en el pasto y se dejó caer hacia atrás.
Olimpia y Diego Lima la miraron con curiosidad y repitieron su nombre para que despertara. Ella se incorporó y no podía creer lo que veía, su hermano estaba sentado en el pasto y sonreía apenado, como quien hace una travesura, pero Alisa se frotó los ojos y esperó que esa imagen no se difuminara mientras se desplazaba a gatas para llegar junto a Bernardo. Por fin pudo romper en llanto y lo abrazó y se rió con él al notar que todo había terminado. El Palacio de Miramar ardía como una antorcha en las tinieblas y ya se oían algunas sirenas aproximarse.
-Por esto me van a readmitir en la Guardia Real, pero no como vigilante de la cerca, sino en un nuevo departamento que investigará crímenes como estos, y que tendrá como modelo a la Policía de Londres- dijo Molini.
Como Diego no le ha contado a nadie que está enfermo de cólera, va a seguir disimulando, al menos hasta que Alisa y Bernardo hayan salido del país. Él no estaba tan seguro de que todo hubiera terminado, pero al menos volvía a sentirse vivo de nuevo.
Y a lo lejos, del otro lado de la cerca, en el espacio luminoso del amanecer se fundieron tres sombras al cruzar el muelle, saltando al último barco que esa tarde partiría hacia México. Los hermanos, por fin a salvo, miraron hacia arriba y vieron a un petirrojo cruzar el cielo.
FIN