La sangre dejó sus huellas sobre la arena, y la fiesta brava apagó las luces del traje de torero. No veremos más la danza de los guerreros que miden su fuerza frente a las bestias bovinas que el sustento nos daba con su carne.

Abrir con estos sencillos versos no fue fácil, pues mi desdén hacia el sacrificio de cualquier ser vivo irradia mi alma y hace que apriete puños y dientes de impotencia.

¿Quién no ha querido evitar la muerte natural de cualquier ser vivo? Ahora pensar que su vida debe ser interrumpida por el ciclo natural de la supervivencia -catástrofes naturales y cacería- nos resulta indigesto e impío. Es natural que como humanos sensibles deseemos no ver la realidad, porque como humanos pensantes sabemos que cambiar el curso de la naturaleza siempre trae consecuencias.

En la escasa pero importante experiencia que forjé respecto al tema -incluso cuando me consideraba antitaurina- puedo expresar firmemente que el torero no es ningún asesino, ni los sacerdotes que sacrifican ovejas, gallinas o perros, ni mucho menos quienes se encargan de acabar con las plagas, quienes se dedican a la pesca y a sacrificar ganado en los rastros. Se sugiere al lector buscar el término de asesino, y platicar con un torero, figura que hoy está perdiendo su propio sentido.

Ya no hay más fiesta brava, ¿y ahora qué sigue? La autora del presente texto espera que el lector, después de esta sencilla reflexión, imagine lo que puede continuar una vez que se le ha limitado al torero… ser torero. Si hablamos de negocios, hay otro tipo de deportes/organizaciones que deberían desaparecer también, por el simple hecho de explotar al ser humano (fútbol) mientras otros compran y ganan sin disfrutar de su fuente de ingresos. Es cierto, la muerte de un animal no merece convertirse en espectáculo. Entonces, si hemos terminado por despedir a la fiesta brava, sepa el lector que todavía queda muchísimo trabajo por hacer en un mundo lleno de rituales y de personas tan malvadas como un verdadero asesino.