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LOS TLALOQUES


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“Estos diosecillos enanos y de forma humana, castigaban a los impuros que se atrevían a lavarse en sus aguas o que acudían a los manantiales a las doce de la tarde”.

Sonia Iglesias y Cabrera “LOS TLALOQUES”, MITOS MEXICANOS

Jojutla. Mi formación fue y sigue siendo científica; en mi trabajo aplico metodologías que he aprendido de varias disciplinas. La poesía, la literatura, la fotografía como arte, tienen una base científica. Sin embargo, con los años, mi acercamiento con las personas y su gozo o sufrimiento y mis creencias, me han hecho  aceptar que hay algo más allá de lo que se llama realidad objetiva.

Salí de la casa a las 5:30 de la madrugada el domingo 28 de mayo de este año. Atraída por el pedimento ensordecedor de las chicharras, la primera tormenta de la temporada de lluvias, había llegado. Rayos, relámpagos y truenos grafitearon por varias horas la noche. El tiempo todavía estaba mojado.

Llegué un poco antes de las seis de la mañana a la colonia Pedro Amaro. Llevaba frutas y un termo con café, que consumí mientras manejaba.

Era un ritual a Tláloc, por el inicio de la temporada de lluvias. Un grupo de danzantes llevaría una ofrenda (huentli o huentle) a los Aires en lo más alto de Xoxotzin (Verdecito), conocido como cerro del Higuerón, para pedir buenas lluvias y tener buenas cosechas.

Me había invitado Maritza Álvarez Martínez, del Círculo de Danza Azteca Xoxotzin, y la acompañaban integrante del Primer Concejo de Cronistas Municipales de Jojutla y como apoyo Pablo Mendoza Agüero, jefe del Círculo de Danza, Estudio y Cosmovisión Tlahuica Yolmanalli y cronista de Jiutepec.

No era la primera vez que “cubría” a los danzantes. El 15 de agosto de 2019, en Chilapa, Guerrero, frente a la Catedral de la María de la Asunción, los grupos de danzantes se instalaron en el zócalo para una petición de lluvia, en el marco de una festividad conocida como La Tigrada. Cinco tambores comenzaron a sonar, primero fue de una manera lenta hasta que poco a poco el tono y la velocidad fueron aumentando. Al ritmo del calor, del aroma de las hierbas de olor quemadas, del movimiento, del sonido de los caracoles, de las sonajas, del cuerpo sobre el cemento, y la extrañeza del lugar, hubo un momento en que las ondas sonoras alcanzaron un tono que entraba en el cráneo, en la piel, en los huesos y se volvieron un solo sonido largo, poderoso, un lienzo para los pies mexicas de los danzantes que se movían en cámara lenta.

 

El ascenso

Éramos 14 personas, salimos a las 7:38 de la mañana rumbo a la tercera joroba del cerro, que se levanta a más de mil 550 metros sobre el nivel del mar. El tiempo calculado era de poco menos de tres horas para recorrer siete kilómetros de subida. Los caminantes llevaban la ofrenda e instrumentos musicales y accesorios para el ritual. Nos acompañaba una familia de cuatro personas, dos jovencitas, la mamá de éstas y el abuelo.

En las faldas del cerro, los danzantes hicieron un ritual para pedir permiso a los guardianes del lugar y poder subir, se pronunció el motivo de la visita y se solicitó su anuencia y protección para evitar algún incidente.

Se prendió un cohete, para distraer a los tlaloques y que no hicieran travesuras con los visitantes.

Desde ese momento, pensé en solicitar a la maestra Maritza una limpia, una vez que se dejará el huentle en una cueva, en lo más alto del cerro; esa idea me siguió por todo el ascenso.

Los tlaloques son almas de niños menores de ocho años ofrecidos en Tlalocan, recinto a Tláloc.

“Los aires son los tlaloques o ayudantes de Tláloc, niños o duendes. Eran muchos, como las incontables gotas de agua, y se clasificaban en cuatro estereotipos: Yauhqueme, vestido de pericón, Opochtli, el zurdo, Tomiauhtecuhtli, el vestido e espigas y Nappatecuhtli, cuatro veces señor. Los tlaloques están en el aire, hacen llover. Tienen un jarrón, que rompen con un palo, al hacer esto ocurre el trueno, y al desparramarse el jarrón se precipita la lluvia. Ésta, es una alegoría de la lluvia”, me había explicado Pablo Mendoza.

El guía, Gerardo González Bautista, ex ayudante municipal, nos condujo por un camino sinuoso y empinado. Durante el trayecto, se podían ver algunas manchas verdes, el cerro comenzaba a pintarse de diferentes tonos, después de meses de sequía.

Pequeñas hebras de lluvia que nos refrescó desde el inicio del ascenso, nos acompañarían cerca de media hora.

Los danzantes habían dicho que Tláloc nos había mandado una copiosa lluvia el día anterior y por la mañana esa brizna, para atenuar el calor.

Hicimos al menos tres paradas, porque el camino estaba muy empinado y resbaloso.

Delante de nosotros, veíamos arbustos secos, piedras filosas; hongos sobre los troncos con figuras geométricas; árboles a los que se le caía la piel roja.

Más de un año y medio sin hacer ejercicio habían acabado con mi condición física y tuve que hacer algunos descansos obligatorios.

Yo me mantenía como en el sexto lugar de la fila, haciendo fotografías del paisaje; adelante iba la familia invitada y el guía.

 

La ayuda

Una hora después del subir por la vereda y de varios descansos mínimos, me detuve. Puse mi mano izquierda sobre la rama de un árbol blanco, me llevé la derecha a la cara para limpiarme el sudor con mi pañuelo, y sentí un peso de cientos de kilos en la espalda, acompañado por un zumbido poderoso, como de miles o millones de cigarras estridulando. Sentí un sabor amargo. Dentro de mí hervía un sentimiento de profunda tristeza y contuve mis ganas de llorar. Estaba fuera de mí, en un lugar ajeno, con sensaciones desconocidas, intentado encontrar algo con qué protegerme.

-Párense un momento, muchachos, el maestro necesita ayuda –ordenó Martiza.

De inmediato se acercaron a mí dos danzantes hombres. Uno sacó una pluma de entre sus pertenencias y otro le dio un cigarro a la maestra. Ella prendió el tabaco y le dijo a uno de los chicos que me pasara la pluma por todo el cuerpo; mientras esto ocurría, ella me soplaba el humo del cigarro en la cara, en el pecho, en las piernas, en el cuenco que hice con mis manos. El chico también me hizo oler esencia de Siete Machos.

Una vez que terminaron, me preguntó cómo me sentía y le dije que bien, muy tranquilo y muy fresco. Seguimos caminando. Yo iba en silencio, despabilándome el alma. Una de las danzantes, como en susurro, me sugirió más de cinco procedimientos y objetos de protección.

Este acto no duró más de un minuto; pero, desde el instante que las cigarras imaginarias comenzaron a inflar sus potentes timbales, experimenté una explosión de emociones que brotaban de recuerdos muy puntuales, de tiempos entremezclados. En ese instante no tuve la claridad para ordenarlos; recurro a la memoria para describir lo más significativo:

Como si estuviera observando una película me vi de nuevo angustiado, los cuerpos y la sangre en el suelo de la calle Gutenberg el 8 de mayo de 2019. Un sujeto mató a un empresario e hirió a dos comerciantes y a un amigo en plaza de armas. Los cadáveres amordazados que se extrajeron de las fosas de Tetelcingo y Jojutla; vi también a mi amigo Rodrigo Morales Vázquez, asesinado el jueves 2 de septiembre de 2021, carcajeándose cuando le conté que con bastante frecuencia me sorprendía en la calle preguntándome: “¿Qué vergas hago yo aquí, lejos de mi tierra, solo?”; también vi a Felipe Varela, en el hospital, cargando una máquina de diálisis, diciéndome que ya no aguantaba ese sitio; ahí estaba yo, momentos después de presentar mi examen profesional, sentado en uno de los escalones de un edificio de Ciudad Universitaria, en la Universidad Nacional Autónoma de México: seguiría estudiando, trabajaría y escribiría, lejos de México, pensando en que no regresaría jamás, había visto mi muerte donde nadie me conocía ni reclamarían mi cuerpo. Vivir desde la literatura, desde el anonimato; vivir, hasta que no soportara la rutina. La vida me llevó por otros rumbos, en escenarios donde la regla general fue sobrevivir. Pasaron frente a mí una serie de hombres y mujeres solos, el mimo Pactú, Pavarotti el indigente, el Manchas, encerrados en una especie de placenta, en una lucha feroz por sobrevivir a una realidad que los empujaba hacia el sufrimiento y a la muerte. “Los buscas porque son igual a ti, tus hermanos, tus maestros de resistencia; los buscas porque tienen una parte tuya que no puedes hablar. Cuando les preguntas te preguntas, y ya sabes las respuestas”, me dijo una vez un amigo.

 

Se cumplió con la tradición

Ese domingo último de mayo de 2023 seguiríamos subiendo el cerro a nuestro destino.

En la parte más alta los danzantes y visitantes sacarían lo que llevaban como ofrenda y la prepararían, en una ceremonia previa a la entrega del huentle. Los danzantes pedirían perdón a la Madre Tierra por la manera en que la han explotado: “las mineras han hecho mucho daño, es como una madre que han obligado a parir muchas veces; la Madre Tierra está cansada, te pedimos perdón”, diría la maestra Maritza.

Varios danzantes descenderían unos metros por el cerro apoyados en sogas hacia una cueva en la pared, en la que había restos de ofrendas y cruces.

Una vez que la oquedad quedó limpia, se instalaría la ofrenda de ese año y se realizaría el ritual de pedimento de lluvia.

Como lo marca la tradición, el huentle a los tlaloques se depositaría en Xoxotzin, el tercer domingo de mayo.

Bajaríamos a eso de las tres de tarde, en la mitad del tiempo que subimos. Una de las danzantes invitaría a comer a su casa a todos los que participamos en la ceremonia, yo rechazaría el convite, tenía que enviar mi reportaje al periódico.

 

***

Mientras escribo este texto, la maestra Maritza me manda un mensaje en el que me comunica que el domingo (18 de junio), en la cancha techada de la colonia Altavista, el Círculo de Danza Azteca Xoxotzin presentará una danza en honor al Sagrado Corazón de Jesús; para Tláloc, en la tradición.

-Van a llegar cuatro sahumadoras. Lo esperamos para una buena limpia.

Abrazo de bejuco.

Árbol del cerro.

Cambio de cáscara.

Danzantes e invitados.

Descenso a la odrenda.

El valle de Jojutla.

Entramado y nubes.

Las últimas viviendas.

Permiso para subir.

Reverdecimiento.

Ritual del huentle.

Tlaloque.

Troncos vencidos

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