Dedicado a Rodrigo Morales Vázquez, in memorian (+)
Cerca de 20 personas estábamos en la fila de los Pullman de Morelos, terminal Cuernavaca Centro, esperando comprar un boleto para nuestros destinos. Eran poco más de las tres de la tarde.
En temporada navideña las personas viajan más y hay quienes regresan de diferentes partes de México y de Estados Unidos.
En las taquillas las despachadoras vendían los respectivos boletos. Yo estaba en medio, delante de mí había un muchacho y próxima a pasar una mujer adulta, chaparrita, de lentes.
Todos vimos cómo un hombre mayor entró a la terminal y buscó con la mirada algo. Llevaba una bolsa de plástico en la mano derecha, de las que ya no se deben vender en los comercios, gorra beige o blanca sucia, camisa de manga larga blanca y sucia, pantalones de mezclilla y huaraches.
Intuimos que iba a pedir dinero, el guardia de seguridad también lo pensó y avanzó unos pasos hacía el hombre canoso. Es posible que el superguardia contara con entrenamiento israelí, y también se preparó para evitar un asalto armado por si el objetivo llevara un arma en la bolsa.
Una de las cajeras terminó de expender el boleto y le dijo a la mujer chaparrita que pasara. Ésta se apresuró, pero el hombre de gorra se adelantó y, saltándose el turno, se paró frente a la despachadora.
Todos pegamos el grito en el cielo: “¡A la cola!”
-Señor, vaya usted a la cola, allá está, mire -la chica le señaló hacia la entrada, donde todos esperábamos que el sujeto desistiera y se pusiera en el lugar que le correspondía.
No lo hizo. Sin decir palabra, metió su mano a la bolsa del pantalón y sacó uno y después otro puñado de monedas y los puso en el mostrador. La boletera comenzó a contar para obtener el monto de un boleto.
En este momento, los pasajeros pensamos que el hombre tenía alguna discapacidad auditiva o un problema mental. Con alguna de estas circunstancias cualquier persona es inmune y puede hacer prácticamente lo que quiera. Ay de aquel que se atreva a decirle en voz alta “sordo” o “imbécil”, porque la gente se le va encima. Además, es un delito y para los católicos es un pecado que merece el infierno.
La despachadora le preguntó si viajaba hacia Jojutla o a Puente. ¿Jojutla? Le volvió a preguntar y él asintió. Tomó el dinero y le devolvió algunos pesos, que el sujeto cogió y regresó a la bolsa del pantalón. Recibió su boleto y fue hacía la sala de espera.
La mujer a la que le tocaba comprar su boleto estaba muy molesta y le reclamó a la cajera, pero está no dijo nada.
Hasta este punto, los pasajeros vimos este incidente como un problema que la boletera resolvió de una manera práctica, con el consentimiento tácito de nosotros, que esperábamos un boleto y un asiento para partir.
Pasamos uno por uno. Dos o tres compraron para la Ciudad de México, incluso para Buenavista de Cuéllar, pero la mayoría nos quedaríamos en algún municipio de Morelos.
Seis minutos antes de la salida anunciaron que pasáramos a abordar el autobús. Hicimos cola y comenzamos a avanzar mientras el conductor nos cortaba un trozo de boleto y se lo quedaba.
Nadie supo de dónde salió el sujeto que se había brincado la cola en la taquilla; de pronto, le extendió su pase al conductor, éste lo vio de arriba bajo, cortó el tícket y el sujeto subió.
Yo vi todo desde adentro del autobús, me tocó el número 7. El hombre entró y miró los asientos como seguramente miraba el máximo líder de Antorcha Campesina Aquiles Córdova Morán los hermosos terrenos que él sus paracaidistas se disponían a invadir. Don Chingón podía sentarse en cualquiera, es más, podía ocupar dos asientos si le apetecía. Avanzó y se sentó en la orilla del pasillo, poco más allá de la mitad de la unidad.
Después de que todos los pasajeros habíamos subido, el conductor se preparó para partir, sin embargo se detuvo, porque una mujer robusta, morena, de pelo negro, playera azul y licra negra, le dijo que le había tocado un número de asiento, pero que ahí había un hombre que no la dejaba sentarse.
El conductor vio el boleto y el asiento que le correspondía a la mujer y caminó con ella hasta la mitad de autobús. En efecto, el asiento estaba ocupado por el hombre que se había brincado el turno en la taquilla y en el acceso a la unidad.
El operador se plantó al lado acompañado por la mujer y le dijo que ese lugar no le correspondía, que se levantara y que se sentara en el que estaba asignado en su boleto, pero el hombre no contestaba. El chofer insistió, pero no había respuesta.
La pasajera y el operador regresaron, el único asiento libre era el que estaba en el pasillo, a mi lado.
La mujer llevaba una bolsa que no cupo en el portaequipaje y lo dejó a un lado del pasillo, se sentó con dificultad, no cabía completamente en el asiento. Respiraba hondo, sudaba. Yo subí la codera y me replegué hacia la ventana.
-¡Pinche viejo pendejo! -soltó la frase que todos los pasajeros habíamos querido decir desde que Don Chingón se brincó la cola y se agandalló el asiento que quiso.
-Siempre busco un lugar en el pasillo porque los asientos son muy chicos y me cuesta sentarme, pero este pendejo se agarró el mío. No se sentó en el suyo por sus güevos –reclamó en voz alta, mientras se movía para amoldar el asiento.
El autobús se deslizó por el estacionamiento y se incorporó por la calle Abasolo, rumbo a Álvaro Obregón.
Yo no existía para esta mujer grande, no me había visto, no me había dirigido la palabra, hasta que miró hacia la izquierda y se dio cuenta que ahí estaba yo fruncido y diminuto.
-Ay, perdón, disculpe usted. Esta pinche gente me hace pasar corajes.
-No se preocupe.
-Me ha pasado varias veces, lo malo es que nadie hace nada.
-No hizo cola para comprar boleto ni para subir al autobús –le dije a mi compañera de viaje.
-Yo no creo que ese señor esté sordo ni loco, ¡a mí se me hace que nomás se hace pendejo!
Mi interlocutora es comerciante y vive en la colonia Pedro Amaro. Iba por mercancía cada tres días a Cuernavaca y a veces hasta la Ciudad de México. Me contó que estaba muy molesta con el servicio de los Pullman de Morelos. Algunas veces había tardado en llegar hora y media de la terminal de los Pilares a la terminal del Casino de La Selva: “En las dos paradas que hace el chofer en Xoxocotla se ha tardado más de media hora, porque las vendedoras de dobladas suben toda su mercancía en el autobús, pero también se tardan mucho cuando se bajan en Cuernavaca, ahí en el Polvorín. Yo sé porque me platicó una vendedora, que amenazaron a los choferes que si no las suben y las bajan donde ellas les dicen no dejarán pasar a los autobuses”.
Ella también me platicó que es un pésimo servicio, porque tienen una terminal provisional desde que ocurrió el temblor. Siempre está muy sucio, polvoso, huele muy mal porque hay un corral de chivos al lado. La terminal que construyeron en el Centro de Jojutla, cerca del mercado, no funciona.
“Hasta ahora nadie ha podido hacer que la empresa dé un servicio que nosotros los pasajeros pagamos. Hacen lo que quieren, aumentan el costo del pasaje cuando quieren. No ponen orden. La culpa no es sólo de la autoridad, es de nosotros que no nos quejamos, que no nos manifestamos”, explicó.
El autobús avanzó. En la avenida Morelos hizo dos paradas más y recogió a personas que viajaron paradas en los pasillos, aunque algunas se fueron a sentar en la parte trasera.
-Dios no lo quiera, pero si alguna vez hay un accidente, los primeros afectados serán estas personas que van colgadas en los pasamanos –me dijo, bajando un poco la voz.
Enseguida recibió una llamada por su celular y se puso a platicar. Media hora después comenzó a responder mensajes en su WhatsApp y en su cuenta de Facebook. Yo me puse en posición de semi feto y traté de descansar. Fue el martes 12 de diciembre, cuando miles de maestros marcharon en la capital del estado para protestar por asesinato de la joven profesora Anayeli Alejandra Soto Casillas, ocurrido en el centro de Cuernavaca, muy cerca de su lugar de trabajo.
En Galeana bajaron unas personas. En seguida, en la parada conocida como La Corona, bajaría yo.
Le pedí permiso a mi compañera de viaje, se movió unos centímetros, pero cuando vio que no podía yo pasar por ese espació se tuvo que erguir. Me puse en el pasillo y ella se volvió a sentar, le di las gracias. Detrás de mí venía Don Chingón con su bolsa rayada.
Cuando el autobús hizo alto total, comenzaron a bajar algunos pasajeros dando las gracias al chofer. Yo le di el paso al hombre para observarlo mejor, pero él se ocultó la cara bajando la gorra percudida. Descendió en silenció, con precaución. Detrás iba yo, le di las gracias al operador. Eran las 4:41 de la tarde.
En la orilla de la calle Cuauhtémoc Don Chingón espero a que el autobús se moviera para dejar el camino libre, la unidad se desplazó como un felino.
El hombre avanzó con pie firme, yo lo seguía. Atravesó la avenida casi corriendo, sin esperar que dos autos le cedieran el paso; quería alcanzar la combi de la ruta número 2, que estaba a punto de salir. Lo logró. Muy cerca del chofer preguntó:
-¿Vas al Centro?
-Cerca, súbase –respondió el conductor.
Entonces Don Chingón subió a la combi, ésta arrancó y se fue mucho, pero mucho a la chingada.
En mi cabeza sonaba una canción que se lanzó hace unos siete años: “Chingón de chingones”, de Los Razos de Sacramento y Reynaldo: Soy el chingón de chingones/ y a mí me la Pérez Prado…
***
Don Chingón o Doña Chingona. Persona física que transgrede cualquier norma y hace su voluntad; sale triunfante, sin que de manera inmediata se aprecie alguna sanción humana o divina en su contra. Han existido desde la prehistoria, aunque en diferentes épocas y lugares sus actitudes fueron rechazadas por la opinión pública, desde hace poco menos de una década y con el auge de las redes sociales, las actitudes de Don Chingón o Doña Chingona han sido muy elogiadas, incluso consideradas como un buen ejemplo: cerrar la calle a los vehículos para celebrar su cumpleaños o ampliar su propiedad invadiendo la banqueta o la calle, etcétera, etcétera.