–Permítame un segundo para darle su cambio, señorita –dijo el operador a Itzel.
Nos acomodamos en los asientos delanteros, ellos juntos y adelante, yo atrás. No pasábamos de 10 pasajeros.
El conductor entregó el cambio de un billete de a cien pesos a Itzel.
Eran como las 11 de la mañana y regresábamos al centro de la ciudad después de una protesta en la Fiscalía ubicada en la avenida Emiliano Zapata. La Ruta –transporte urbano- era la número 3: iba de Santa María Ahuacatitla a Alpuyeca. Nosotros queríamos llegar al centro de Cuernavaca para continuar reporteando.
El operador –que más adelante se presentaría como Nicolás Campos- no tenía más de 40 años, moreno, robusto, vestía camisa blanca y pantalón gris. Iba aseado.
Desde que subimos llamó la atención: su aspecto era la de un hombre amable y cuando aceleró –una vez que subimos completamente a la unidad- lo hizo como un experimentado piloto despegando con su nave en una pista de aterrizaje. La unidad avanzaba como sobre el aire…
La música que sonaba en el autobús no era para curar el alma del operador por alguna decepción de amor o para molestar a los pasajeros y ponerles los pelos de punta…, era más bien una música suave, con un volumen bajo.
Yo me levanté y me desplacé hacia los asientos de la parte posterior para echar unos tiros aprovechando que la habilidad del operador permitía un movimiento mínimo.
Desde atrás hice varios disparos. El interior del camión quedó fijo en el sensor de la cámara. Imaginé lo que vería en la pantalla pero al revisar la instantánea jamás pensé encontrar un objeto rosado, de plástico en el margen inferior derecho.
Mis ojos no me engañaban: era un cesto de basura atado con cintas negras para zapato a un tubo; dentro de él había una bolsa de plástico y un popote. Hice algunas tomas del extrañísimo objeto y me desplacé hacia los asientos delanteros: quería platicar con el operador.
Él conducía la ruta como si fuera un submarino: concentrado y desplazándose como por dentro del océano. Nada lo podía interrumpir… Dos ancianos solicitaron la subida y ascendieron a la nave: hizo el descuento respectivo a las personas de la tercera edad y los recibió como a todos los pasajeros que habíamos abordado el transporte.
–¿A poco se llena el cesto de la basura que tiene en la en la bajada?
–No, no se llena. Pero ahí está para quien quiera depositarla. Algún día se va a llenar y no encontraremos basura dentro de la unidad –Me dijo.
–¿Desde cuándo pones el cesto ahí?
–Desde hace cinco o seis años, tengo otro aquí, a un lado de mí pero ahorita voy a pasar por él porque se rompió; pero siempre lo tengo a un lado y el otro lo amarro atrás.
Nicolás Campos iba concentrado y supe que no podría ser tan irresponsable como para ir charlando mientras maniobraba. Por ello le di las gracias y seguí observando la manera en que conducía.
La Feria de Tlaltenango impidió el paso al conductor y él tomó por otra vía. Durante el transcurso hacia el centro permitió con mucho respeto que bajaran y subieran pasajeros –muchos ancianos, más de tres, que son los que los ruteros permiten subir con descuento de la mitad de la tarifa.
El piloto se la llevó “de a pechito”, como dicen ellos mismos. Ni una mentada de madre con el claxon, ni un acelerón inesperado, ni un enfreno como para que los pasajeros nos rompiéramos los dientes contra el respaldo del asiento de enfrente.
Por fin llegamos a nuestro destino. Pedimos la bajada y la unidad hizo alto total. Chucho bajó primero y ayudó a descender a Itzel. Al último bajé yo. Le dimos las gracias a Nicolás Campos y lo despedimos diciéndole adiós con la mano, como si se tratara de un largo y agradable viaje durante el que hubiéramos hecho nuestro amigo al piloto. Él nos respondió igual.
La nave aceleró y siguió su camino.