Sociedad
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El Pavarotti

Imágenes en todas las retinas
Sobre la avenida Morelos, antes de llegar a la calle Santos Degollado, durante la mañana y parte del día es probable ver a un hombre sucio, tirado en la acera como si estuviera en alguna de las playas del Caribe mexicano, leyendo un periódico o un libro, sonriente.


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Ya por la tarde, también se puede observar a este mismo hombre sobre la calle General Mariano Arista, antes de llegar a la avenida Morelos, pidiendo dinero con un vaso de plástico en la mano. Sonriente, siempre sonriente.
La gente lo conoce como el Pavarotti –por su parecido a Luciano Pavarotti, tenor lírico italiano fallecido en septiembre de 2007-, aunque “su verdadero nombre es Héctor Monreal”, me dijo el policía vial, Moisés Andrade; y sobre él –como sobre la gente que no puede hablar o no quiere hablar- se tejen mil historias.
Lo que la gente dice que es el Pavarotti
–El Pavarotti tuvo mucho billete, era dueño una carnicería en el mercado Adolfo López Mateos, vivía muy feliz, pero lo dejó su mujer y se fue al pedo y se volvió loco. Yo no lo vi cuando tenía su carnicería, era yo muy chico, pero mi papá, que también tenía una carnicería en el mercado, sí lo conoció y me ha dicho –me contó un taxista joven, mientras me llevaba del trabajo a casa.
–Dicen que era arquitecto, pero también dicen que era profesor, eso es lo que dicen –comenta un vendedor ambulante, de nombre Pedro, que trabaja frente a las Juntas de Conciliación y Arbitraje, cerca de la zona de influencia del Pavarotti.
–Algunas personas me han dicho que una vez vino una muchacha en un coche, se bajó y lo fue a ver ahí, en la banqueta, donde estaba sentado. Dicen que era su hija… - comentó un empleado de una tienda de artículos domésticos localizada en avenida Morelos.
Sería muy aventurado decir que Pavarotti es un claro ejemplo del abismo al que puede arrastrar una mujer a un hombre –y si no queda clara esta idea hay que recordar que dos pueblos griegos casi se extinguen disputándose una mujer de extraordinaria belleza llamada Helena-, pero habría que conocer las circunstancias de la locura o alcoholismo, dos enfermedades que no son una consecuencia de la otra ni están emparentadas pero que con frecuencia se las ve juntas. La versión de que una mujer hundió al Pavarotti en el alcohol o lo encerró en la locura, se queda en habladas de la gente chismosa.
Al menos cinco carniceros que llevan más de 15 años vendiendo en el Mercado ALM dijeron que no sabían si ese hombre había tenido un negocio allí, “siempre lo vemos por los pasillos, por todo el mercado, cargando sus bolsas de plástico, tranquilo”.

El Pavarotti visto de lejos


El Pavarotti es un indigente de más de 50 años. De complexión robusta y barba canosa y larga, tiene un carácter pacífico. Habla poco con la gente.
–Pide dinero para comer, beber y comprar libros de astrología, historia y suspenso; viene, escoge su fruta y me dice: ¿Cuánto es? Y me paga. No se mete con nadie y es muy amable; la mayoría le tenemos afecto aunque hay algunos que lo corren porque anda sucio-, asegura Román García Hernández, vendedor de jugos y frutas que tiene más de seis años de conocer a Pavarotti y que vende en la calle, muy cerca de donde mendiga el vagabundo.
–Platica bien, trae buen rollo y es bien tranquilo, además es buena gente. El otro día estaba ahí por avenida Morelos, iba comiendo una torta y vio a un loquito y le dio la mitad; eso nadie me lo contó yo lo vi– cuenta Moisés Andrade, oficial de policía vial, que dirige el tráfico en la entrada principal del Mercado ALM.
Román García también relata que hace dos años le regaló ropa el Pavarotti ¡se bañó! no sabe dónde pero apareció una mañana limpio y con la ropa que le había regalado. Ahí, en la esquina se estaba cortando la barba. Así anduvo bien limpio y vestido; hasta unas “gorditas” que trabajan en la tienda dijeron: “Míralo, no está tan feo el Pavarotti”. Pero a los dos días ya andaba sucio de nuevo. “¿Qué pasó?”, le preguntó. “Es que no me daban ni un peso”, contestó el Pavarotti.
Los policías
Como todos los indigentes que deambulan por la ciudad, éste tampoco tiene derechos y sufre constantes abusos, a veces de los empleados de las tiendas frente a las cuales Pavarotti pide dinero o de las autoridades.
–El otro día estaba ahí con sus libros. Y vinieron y se lo llevaron, aunque no hace nada ni insulta, es muy pacífico y amable. Se lo llevaron y abrieron sus bolsas de plástico que anda cargando y un policía las abrió y vio que eran libros y los arrojó sobre la batea de la patrulla. Y se lo llevaron y lo encerraron. Yo les reclamé a los policías, pero no entienden, son brutos –platicó su amigo Román García.
También relató lo siguiente:
–Él me contó que hace como dos años unos policías municipales se lo llevaron, pero no lo dejaron en la cárcel preventiva, sino que se fueron por Subida a Chalma y lo llevaron hasta el Estado de México, y allá lo abandonaron, como perro, sobre la carretera, con la idea de que se fuera de Morelos. Dos días de camino tardó en regresar a Cuernavaca, traía los pies destrozados…
Habitado, aunque solo
De acuerdo con varios testimonios de personas que trabajan en el primer cuadro de Cuernavaca, el Pavarotti es un hombre tranquilo, el más tranquilo de todos los que deambulan por las calles, no grita rayándole la madre a los políticos o a personas reales o imaginarias. Es silencioso, se dedica a lo suyo:
–Bebe, claro, pero no anda todos los días bebiendo. No lo he visto más de tres días ebrio. El Pavarotti tiene un amigo imaginario. Y digo que sólo es uno porque va a comprar una caguama y se sienta en la banqueta con dos vasos de plástico. Sirve uno a su amigo y después él, y choca los vasos y dice salud, y ahí se pone a platicar con su amigo –comenta Román García.

El Pavarotti y el tiempo

Seis días estuve rasurando el centro de la ciudad buscando a este fantasma del que pude construir algo así como una imagen con trozos de testimonio de la gente que lo ha visto caminar el tiempo en las calles y avenidas de Cuernavaca. Fui a donde con frecuencia pide dinero: Mariano Arista esquina con avenida José María Morelos y Pavón; el Jardín San Juan; al Mercado ALM; al Puente del Dragón –“ahí lo vas a encontrar, acostado como gato panza arriba”- pero no lo hallé sino hasta la semana siguiente: estaba en la calle Vicente Guerrero, a la altura de Mariano Arista, sentado en la banqueta, con dos bolsas de plástico, una chamarra y cajas de cartón dobladas que le sirven de cama.
Me acerqué a él: olía a abandono, a soledad. Le di las buenas tardes y le entregué un paste caliente. Lo tomó y lo echó a una de sus bolsas. Le dije que era reportero y que me permitiera una entrevista.
Él nunca me miró de frente, hablaba muy quedo, apenas abrió los labios; yo alcancé a escuchar algo así como:
–No tengo tiempo. La otra semana…
¿Dónde te veo? Pregunté.
–Aquí voy a andar– contestó y se levantó rápido llevándose sus bolsas y sus cartones. Lo percibí desconfiado y recordé lo que los policías le habían hecho y también lo que algunos vendedores me habían dicho: mucha gente le echa agua cuando está sentado en la banqueta porque está sucio y no se baña.
A la siguiente semana lo fui a buscar y lo encontré sobre la calle Mariano Matamoros esquina con Aragón y León, parado, frente a una paletería.
Lo saludé y le pregunté que si podía tomarle una foto y el prometí que le daría una.
Él vio su imagen por el espejo de la paletería y se acomodó la camisa –gris, limpia- y posó para que yo lo retratara.
Cuando terminé de hacer las tomas me preguntó si le iba a dar la foto ahí; yo le dije que tenía que imprimirla y se la llevaría después.
¿Cuándo me das la entrevista? Le pregunté.
–No tengo tiempo. La otra semana… –me contestó, y se fue con sus bolsas, sus cartones y su abandono por las calles que son su hogar. 

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Máximo Cerdio

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