Cláxones como animales atrapados. Tacones contra el cemento. Un silbato de un agente de tránsito. Huele a la prisa de todos los lunes hábiles. Algunos niños corren, pero aún llevan los ojos cerrados.
Ella aletea, de prisa, le pesa el cuerpo y los 42 días desde que salió del capullo y extendió sus poderosísimos diez centímetros de envergadura y comenzó a viajar por el aire; carga sobre sí su pasado de larva, de oruga y crisálida. El viento ahora es una lluvia de cuchillos que la detienen.
Sube, se mantiene en línea recta, aletea y alcanza su mayor altura, deja de mover sus alas y cae como una bala sobre la tierra en una jardinera. Se confunde con envolturas de dulce y cáscaras de fruta, entre tallos de flores que ya no florecen en invierno. De costado, abre su ala izquierda una, dos, tres veces. Sus patas dejan de moverse. La probóscide se contrae. Los motores y cláxones de los autos han callado, los pasos de los niños ya no se escuchan. Es anaranjada con bordes y manchas negras y líneas blancas; con seguridad pertenece a una de las 200 especies que habitan en el país. ¿De dónde venía; en qué momento se separó de las demás; qué lugares recorrió durante su existencia; qué néctares libó? Sus alas están destrozadas, se parecen a las cortinas desechas por el sol de los edificios abandonados. Hay un silencio y no se tacta ni siquiera el latido de un corazón bombeando sangre.
Con pasos de gato, un viento desvelado desciende hasta la jardinera y voltea el cadáver del insecto.
Y la calle comienza a vivir de nuevo.